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A Siria, con dolor

La guerra en Siria ha causado, en estos siete años, más de 400.000 víctimas fatales y la salida de 5 millones de refugiados. El prejuicio más difundido en estas latitudes nos ha acostumbrado a pensar que Estados Unidos, el Reino Unido y Francia decidieron hace poco un “ataque quirúrgico” a ese país para apoderarse de su petróleo. Falso, Siria solo genera 17.000 barriles diarios de crudo. Para que nos quede claro, Bolivia produce más del doble. Pero para que nos quede aún más claro: hace mucho tiempo que Estados Unidos ha dejado de depender del petróleo árabe, solo un 25% de sus importaciones en energía fósil proviene del Medio Oriente.

Entonces ¿por qué la de Siria se ha convertido en una guerra sin fin?, ¿por qué no termina el dolor del pueblo sirio castigado desde 2011 por andanadas de bombas domésticas, rusas, norteamericanas o turcas? Los análisis más serios coinciden en subrayar que la mayor dificultad para resolver el embrollo sirio es la cantidad de factores que actúan simultáneamente en la zona. Seis países tienen intereses directos en un desenlace: Rusia, Turquía, Arabia Saudita, Irán, Qatar y Estados Unidos. A ellos se suman cinco actores domésticos: el Ejército nacional sirio y su Gobierno, el Ejército Libre de Siria, Al Nusra, el Estado Islámico y las tropas kurdas. El enredo es apenas comparable con la devastación de los Balcanes o la violencia guerrillera en Colombia.

Pues bien, si tenemos 11 bloques en disputa, lo lógico es que en algún momento emerja una coalición de fuerzas lo suficientemente vigorosa como para imponerse a las demás. Apostaríamos pues a una paz construida sobre algún tipo de equilibrio estratégico en disposición de generar un nuevo orden. Eso es lo que no ha podido suceder hasta ahora.

Las potencias occidentales, y entre ellas casi con exclusividad Estados Unidos, desearían un gobierno prooccidental en Siria, pero no tienen con quién darle impulso. Tras el fracaso de su incursión en Irak y Libia, los norteamericanos son reacios a firmar algún tipo de compromiso. Son el actor más débil en este momento.

Arabia Saudita y Qatar desearían expulsar a sus rivales iraníes, la mayor influencia local y sostén logístico de Bashar Al Assad. Para ello apuestan por la insurgencia interna de Al Nusra y el Estado Islámico. Éste último nacido como reacción beligerante tras la pérdida del poder por la vía electoral en Irak de las fuerzas que sostuvieron a Sadam Husein en el poder.

Turquía quiere asegurar su frontera sur y sobre todo evitar el fortalecimiento de los kurdos, población minoritaria dentro de su territorio que mira a sus compatriotas del lado sirio con serias posibilidades, al igual que los kurdos iraquíes, de formar un Estado propio. Para ello cuenta con la lealtad del Ejército Libre de Siria, pertrechado y entrenado en su territorio.

A diferencia de Estados Unidos, Rusia tiene un aliado efectivo dentro del conflicto: el Gobierno sirio. Su cordial relación se remonta a los tiempos de la Unión Soviética, y se ha fortalecido debido a que Siria es la llave para que Irán o Qatar, los principales productores mundiales de gas natural, junto con la propia Rusia, puedan acceder al mercado energético europeo. Los rusos quieren tener palanca directa en cualquier decisión que se tome sobre la posible construcción de un gasoducto sobre suelo sirio. Una obra así afectaría a la economía rusa, altamente dependiente de sus ventas gasíferas a Europa.

Como vemos, acá no hay lugar para el clásico cuento antiimperialista. En Siria no hay un pueblo peleando contra un imperio voraz. En Siria hay una guerra civil financiada por varias potencias intermedias, motivadas por intereses hegemónicos locales y un rabioso abuso de la religiosidad como arma de motivación para el combate.