Elogio de la vagancia
La vagancia llevada a grados de las bellas artes se personifica en Don Quijote y en Chaplin.

Para estar sin hacer nada se necesita una gran imaginación o una enorme dosis de estupidez. Vagar no es estar ocioso. El vago es, a según, un constructor de la creatividad o un pobre diablo. Hay grandes aventureros que jamás salieron de su habitación y, dentro de ella, en una aparente quietud de aguas profundas afrontaron las mayores catástrofes o las más emotivas conquistas. La vagancia de la que hablo es el lugar del reencuentro con la identidad dispersada en la rutina o la movilidad social.
Para no estar deambulando en la especulación, que es la peor cara de la vagancia, voy a vestir de palabras a personas con nombre, figura y fama reales. Charles Chaplin, por ejemplo, creó su personaje Charlot en la virtud de un pobre diablo imaginativo. El vago que encarna en sus películas es un soñador empedernido que despierta a cada rato por los golpes de la realidad, y sus frustraciones se remarcan con la carcajada del espectador.
El mundo imaginario concebido por el mítico personaje del cine mudo choca siempre con el mundo donde camina, come, paga alquileres, etecé. Su mente deambula en sus propias nubes mientras su cuerpo lucha a morir contra los perros del hambre, el frío o la burla impiadosa de los demás.
Otro ejemplo de vagancia sublime es Don Quijote, patrono de la aventura mental, de las batallas más arduas en el inabarcable campo de la creación libertaria. Don Quijote es el mejor artillero de la vagancia. ¿Qué espíritu hay más batallador que el de Alonso Quijano?
Así, pues, la vagancia llevada a grados de las bellas artes se personifica en esos seres imaginarios: Don Quijote y Chaplin. Nada que ver con los andarines ávidos de ganar distancias terrestres, los trotamundos de la aventura cosmopolita, los turistas que viajan como quiere Baudelaire, “con el corazón ligero cual globo inflado”.
El vago que postulo no tiene nada que ver con el turista gringo o japonés, que no es tal sin el auxilio de guías de turismo, plan de los agentes de viaje que les diagraman el paseo en función de los dólares. Nómadas programados, curiosos que se mueven a reloj y horarios, los turistas bogan más que vagar, se desplazan con ropas informales, anteojos colorinches, pomadas, calmantes, chiclets a pasto y cocacola a mares…
Y aquí recalo en los niños, cuyo día de festejo universal será mañana, 30 de abril. Todos los niños son vagos en su más pura esencia. La infancia que no se olvida es de detalles insignificantes que ilustran un sueño que se crea y maneja. Pero hay que liberar a los niños de la artefactería de juguetes electrónicos movidos por pilas, chifs o como se llamen.
La vagancia no es madre de los vicios ni la flojera es hija de una mente libre de atavismos. El ocio creativo tiene un pie en épica locura de Don Quijote y el otro en la dinámica pasividad del filósofo que es Charlot.
Este mismo texto es el producto de muchas horas de vagancia frente a, diremos, el fragor político tensado por una derecha ociosa y por una izquierda que no acaba de entender que en Bolivia se está viviendo un tiempo de transformaciones estructurales, al influjo de indígenas creativos largamente reprimidos en su derecho de concebir y forjar su propia historia.