En una ocasión, cuando Borges aún conservaba algo de su capacidad visual, cuentan que le escucharon decir, al ojear un libro gráfico en una librería: “Hum… la historieta… puede ser la literatura del futuro, tal vez…”. Con el desaparecido dibujante Benedicto Aisa compartíamos la pasión por este arte. Amanecíamos hablando de la genialidad de Breccia, de Pratt, de los guionistas Osterheld y Trillo. Dábamos fin a una cajetilla de Malrboro y el chiu… el chiu de los pajarillos que anunciaban el amanecer, nos despertaban de la conversación, condimentada con las penas de amor y la recurrente disconformidad con la política, que luego la expresábamos en nuestra revista La Taba, que tuvo una existencia fugaz.

Hacerla, casi toda dibujada, nos deparaba un alto placer. Además, nos servía de catarsis frente al poder político. Teníamos absoluta conciencia del poder que tiene la imagen con la palabra, su impacto inmediato, y la urticaria que podía causar en las personas a las que la seducción del poder los convierte en arrogantes animalitos que piensan que les durará para siempre.

El arte de la historieta, que tiene un antecedente lejano en la columna de Trajano en la Roma imperial, tuvo un desarrollo exitoso en todo el mundo, convirtiéndose en parte importante de las industrias culturales y en un medio para desideologizar o impulsar cambios sociales y educativos.

Probablemente, las primeras historietas que aparecieron en territorio boliviano fueron los k’aralipichis (cueros de llama), ideogramas dibujados de derecha a izquierda y del final hacia el principio, utilizados en el siglo XVII por los evangelizadores indígenas en sus ayllus. Estos mismos relatos fueron repetidos en las llamadas tortas (discos de arcilla sin cocer) que narraban la historia de la Virgen María, pero con pequeñas imágenes tridimensionales, en el mismo orden narrativo de la escritura en los cueros, pero en espiral. Ejemplos de gran calidad se exhiben en el Museo Etnográfico de la Universidad de San Simón, en Cochabamba.

Las ilustraciones atribuidas a Bartolomé Arzans Orsúa y Vela (Potosí ¿1680?), el dibujo a tinta donde se describe el ingenio de Dos cabezas de San Diego de Alcalá (1724) y la descripción dibujada y escrita de la mina Pimentel, además de los dibujos que se empleaban en los juicios, nos develan el uso utilitario que tenía este medio en una población excluida de la competencia de la lectura, en su mayoría, como eran los indígenas.

La primera historia narrada donde se usan bocadillos está en La entrada del virrey Morcillo de Auñón en Potosí (1716), de Melchor Pérez de Holguín. Obra en la que aparece el autor tomando apuntes y una pareja de ancianos con una banda en la que el varón dice: “Hija tilonga asbistotanmaravilla”, y la mujer le responde: “Laucho en cientos y tantos años no he visto grandeza tamaña” (sic).

La parte superior de la obra está dividida por dos paneles; la primera, con la descripción de la ciudad en la que aparece la Casa de la Moneda, la cárcel, el cabildo; y en la otra, la plaza con la fiesta, permitiendo el juego con los tiempos narrativos. En primer gran plano aparece el ingreso del arzobispo, con su guardia imperial, la caballería y los esclavos negros lujosamente ataviados, delante de los trompeteros que anuncian el ingreso del arzobispo; más atrás, dos esclavos afros montados en asnos y con instrumentos de viento y otro de pie con un idiófono en una mano. Esta obra de gran valor histórico, que muestra la estructura social y el imaginario simbólico de la Colonia, está en el Museo de América, en Madrid.

En Bolivia, la historieta o cómic recién empieza a consolidarse. Sucesivos encuentros de historietistas han logrado conformar un interesante grupo de dibujantes, pero todavía faltan guionistas que puedan impulsar un producto visual de alta calidad.

Cuando me agota la lectura de textos densos, me voy al C+C del Espacio Simón I. Patiño de La Paz. En su historioteca escojo a mis autores favoritos y descanso leyendo obras de una extraordinaria belleza. Hoy terminé Caín, una obra de ciencia ficción dibujada por Carlos Risso, con el guion de Ricardo Barreiro. El gran Osterheld, asesinado por la dictadura militar argentina junto a sus hijas, siempre se cuela por algún lado de la historieta, para no morir por segunda vez.