La práctica del deporte y su representación en el ámbito nacional supone un compromiso entre el deportista y el Estado, que conlleva, en el primer caso, tiempo, voluntad y entrega; y en el segundo, la obligación de colaborar, ayudar y brindar las condiciones suficientes para su práctica (infraestructura, equipamiento, el vestuario, etc.). Bajo esta premisa, en cada competencia deportiva asumimos un compromiso de lealtad patriótica entre partes, donde cada una de ellas debe dar lo mejor de sí, en su respectivo campo de acción, para lograr un objetivo común: la obtención de las esperadas preseas que dejen constancia de un esfuerzo concreto y compartido.  

Lamentablemente en nuestra coyuntura existe una tergiversación en los referidos roles, ya que nuestro país, como encargado de la organización de los Juegos Suramericanos, limitó su trabajo a la construcción acelerada de campos deportivos y espacios destinados al alojamiento de los competidores, descuidando, sin embargo, uno de los factores más importantes como es la preparación de sus propios deportistas; el incentivo, colaboración y apoyo a cada uno de sus representantes. Llegando al extremo de simplemente convocarlos para participar en una u otra disciplina, sin respetar su tiempo, su preparación ni su trabajo; es decir, su vida.

Y es que en Bolivia, con excepción del fútbol profesional, no se vive del deporte. Cada deportista tiene que entrenar y competir con sus propios medios. Actitud deportiva condescendiente que nos conduce a situaciones inverosímiles, como es el caso de los integrantes del equipo de natación, quienes recibieron un porcentaje mínimo del necesario para comprar sus implementos deportivos. O el caso de las selecciones de voleibol masculina y femenina. La primera tuvo que entrenar en la ciudad de Cochabamba con sus propios medios. Mientras que la segunda, además de no haber recibido ni siquiera la dotación mínima de implementos deportivos, tuvo que entrenar en Sucre; ciudad que permaneció bloqueada durante varios días, por lo que los deportistas convocados tuvieron que caminar aproximadamente 15 kilómetros cada día para llegar a la instalación deportiva que les fue asignada.

Y esta situación de desamparo se repite en mayor o menor medida entre los deportistas que van a representar a Bolivia en los Juegos Suramericanos, quienes únicamente llegan a utilizar el uniforme nacional (si es que el Estado presupuestó este gasto) por su propio esfuerzo, dedicación y sacrificio. Y por supuesto, si alcanzan la tan deseada medalla que corona su participación, ésta será la cosecha de una siembra unilateral, por demás gravosa, tanto en lo material como en lo personal y hasta familiar.

Por más inverosímil que parezca, la situación descrita es real y pone en relieve la realidad actual del deporte en Bolivia. Por ello, es necesario que, como población, llamemos a la reflexión de las autoridades nacionales sobre el valioso y verdadero objetivo de la participación en cualquier competencia deportiva. Un hecho que trasciende a la figuración, ya sea en fotografías, a través de un buen discurso o hasta el anuncio de un reconocimiento económico a quien obtenga una presea. Pues siempre será difícil subir al podio sin el apoyo de una política permanente de fomento al deporte en el país. O dicho en otros términos, si una de las partes de esa relación deportiva patriótica no atiende ni siquiera las necesidades mínimas de cada disciplina y de cada uno de sus deportistas, va a resultar muy difícil que nuestros representantes superen a sus pares de otros países que sí reciben apoyo del Estado.

Por tanto, la pregunta a nuestras autoridades es ¿hasta cuándo seguiremos recorriendo un camino contrario a aquél que nos lleva a formar triunfadores, mermando así la resistencia y motivación de nuestros grandes y escasos recursos humanos deportivos?