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El golpe: oscuridad a mediodía

Hasta entonces se había acuñado el término “madrugonazo” como sinónimo de golpe de Estado, porque esos cambios violentos ocurrían siempre en horas de la madrugada. Pero el 17 de julio de 1980, aparte del pronunciamiento a las 08.00 de la Sexta División del Ejército acantonada en Trinidad, la ciudad de La Paz amaneció tranquila y la presidenta Lydia Gueiler pudo llegar, sin contratiempo, al Palacio de Gobierno para dirigir la reunión de gabinete convocada de urgencia. Esa reacción, como la subsiguiente reunión del Comité de Defensa de la Democracia (Conade) estaban en el plan golpista como reflejos previsibles ante el clarinazo trinitario.

Así, los sublevados proyectaron tener reunidos al Gobierno en pleno y a los dirigentes de los sectores sociales en solo dos puntos en la mira. Ello facilitaba la tarea de neutralizar cualquier resistencia. El asalto al Palacio Quemado, símbolo del poder, tuvo lugar recién a mediodía, cuando se habían consumado los asesinatos en la sede de la Central Obrera Boliviana (COB) y se habían silenciado a las principales radioemisoras.

Entonces, la alegoría es pertinente, porque en más de un sentido la oscuridad se implantó a mediodía.

La muerte del general Luis García Meza, primordial protagonista de ese atentado, acaecida recientemente, ha dado lugar a reminiscencias de aquella jornada y a testimonios alusivos sobre los daños colaterales causados. Sin embargo, poco se ha dicho acerca del contexto internacional de la época, en la que gran parte de Sudamérica estaba regida por sanguinarios dictadores, vecinos de Bolivia, entre los que se destacaban Augusto Pinochet, en Chile, y el general Rafael Videla, en Argentina. Este último, se supo años después, designó al teniente-coronel Julio César Durand como coordinador de operaciones de inteligencia en el Ejército boliviano.

El dato corresponde a archivos brasileños y se corrobora ampliamente por el hecho de que, al retorno de la democracia, el Senado argentino impugnó, el 19 de junio de 1985, la promoción de Durand por aquella y otras imprudencias análogas que se le reprochaban. Fungía como embajador bonaerense el general retirado José María Romero, activo animador del golpe en ciernes, muy distante de los enviados que reprobaron la acción militar desde el primer momento, como el francés Raymond Cesaire, el fino nuncio apostólico Alfio Rapizarda, el brasileño Alfonso Arinos y, especialmente, el representante venezolano Pedro Luis Echeverría.

Merecen mención particular el embajador estadounidense Marvin Weissmann que abandonó el país en señal de protesta, secundado por Alexander Watson, quien quedó al frente de la misión diplomática, fustigando cotidianamente los excesos del régimen dictatorial. En efecto, Estados Unidos nunca reconoció al gobierno usurpador. Las embajadas, atestadas de asilados, se convirtieron en bastiones de la resistencia; y el sector democrático del Cuerpo Diplomático, en conducto de transmisión de los aprestos de la sociedad civil con el frente externo, que comenzó a conformarse en Lima, Caracas, Nueva York y París.

Otra característica inusitada de ese fatídico 17 de julio fue la participación de grupos paramilitares reclutados en el hampa. Ese fue el caso por ejemplo del Mosca Monroy, excarcelado expresamente de San Pedro para apoyar el golpe, quien durante el asalto al Palacio, con pomposa descortesía, se propuso ejecutarme en la mismísima sala de edecanes, como conspicuo ministro de Educación. El bravo capitán Agustín García se enfrentó pistola en mano al hampón, quien de otra manera le hubiera privado a usted, desocupado lector, de leer al columnista que suscribe estas líneas.