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La aversión al otro es nuestro rasgo incorporado que sale a relucir en todo espacio social.
Han transcurrido 10 años desde aquel 24 de mayo de 2008, en el que una turba enardecida, motivada por su regionalismo y empujada por su enojo con aliento racista, cometiera el agravio más indignante de los últimos tiempos políticos contra indígenas y campesinos en plena “Ciudad blanca”, Sucre. La constancia de ese insultante hecho, como queriendo además resistirse al olvido, puede ser encontrada en las redes sociales, y revivida de manera vívidamente vergonzante, contrariamente incluso a la lejanía del suceso.
Ello no solamente por una repulsión moral hacia ese tipo de acciones colectivas de carácter impulsivo, que consideramos injustas o inhumanas, sino también porque aquel agravio no ha sido plenamente sancionado tal que ello permitiera reducir las probabilidades de ocurrencia del hecho o hechos similares, y para que nos encontremos menos expuestos a su recurrencia.
No obstante, en 2010 el Gobierno promulgó la Ley 045 Contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación por efecto no solamente de dicho agravio, sino también de los mandatos de las convenciones internacionales en las cuales el país participa y que compromete a los gobiernos en la defensa y construcción de los derechos humanos. Pero a ocho años de su promulgación, la prensa evidencia muy poco alcance de dicha ley, lo que supone su limitado efecto en la prevención y el castigo de todo acto racista y discriminatorio que facilite nuestra socialidad.
Así, mientras que algunos medios reportan que desde la promulgación de la Ley 045 solo un caso de racismo alcanzó sentencia, en El Alto otros medios señalan que desde 2010 se registraron más de 1.400 casos, de los cuales el 30% habría sido resuelto mediante sanciones administrativas y solo 20 por la vía penal, logrando éstos sentencia ejecutoriada. Los hechos acaecidos en Sucre aquel 2008 habrían derivado además en ocho años de un largo proceso, que habría finalizado con la condena de 12 líderes cívicos a seis años de cárcel, pero a expensas de toda luz pública.
Sin embargo, y probablemente por la falta de publicitación de acciones correctivas y ejemplificadoras, el flagelo del racismo y la discriminación no ha cesado; y la Ley 045 que había nacido en la burbuja del cambio fue mostrando más debilidades. Varios análisis señalan que la causa fue su politización, pasando por su imprecisión. En consonancia, las actitudes de racismo y discriminación siguen formando parte de nuestro relacionamiento social y expresándose en la misma forma vergonzosa. Evidencia de lo cual son los casos ocurridos en la ciudad de Santa Cruz y nuevamente en la capital del país en ocasión del conflicto por Incahuasi, y en cuyo proceso los grupos políticos volvieron a expresar su hordiástica forma de defender sus intereses que se dicen afectados.
El caso cruceño representa precisamente la cortedad de la norma, que deja a la denuncia social como medio de evitación de los abusos, pese a la falta de castigos. Pero señalar solo esos ejemplos resultaría discriminatorio, pues la aversión al otro es nuestro rasgo incorporado que sale a relucir en todo espacio social.
Por ello, la cruzada contra el racismo y la discriminación parece suponer una lucha contra nosotros mismos y contra nuestra propia historia (neo)colonial, la cual nos empodera tanto como nos victimiza. De allí que la contravención a esa tara dependa de mayores esfuerzos que simplemente una ley o una educación descolonizadora, tal que permita la construcción de un ethos que modifique nuestra forma de ver el mundo. Si no es así, seguiremos siendo el caso incomprensible o la curiosidad a la vista de “otros” que, no sin cierta dosis de racismo, “no entienden por qué nos peleamos, si todos parecemos iguales”.