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Mundial del Tercer Mundo

Mientras el mundo se apresta a celebrar el Mundial de Fútbol Rusia 2018, escucho en una radio española un reportaje sobre niñas y adolescentes nigerianas que practican este deporte en un campo de refugiados en Chad, país de África Central que actualmente está plagado de campos de desplazados y refugiados nigerianos.

La mayoría de estas niñas y adolescentes que liberan y alivian sus horas jugando fútbol fueron esclavizadas por Boko Haram. Vivieron el horror día y noche. Ellas cuentan que el grupo fundamentalista llegó a sus aldeas sin darles tiempo a nada, quemaron sus casas, mataron a sus padres y hermanos, destrozaron sus vidas y se las llevaron para convertirlas en esclavas sexuales, sin importar la edad que tuvieran. En el fútbol que practican existen otras reglas: no se insultan, no se lastiman. El juego es eso, un juego sin grandes escenarios, sin la danza de millones de dólares que antecede a las estrellas actuales. Juegan para sentirse libres y vivas.

Cuando escuché ese reportaje, me acordé de las jornadas de fútbol callejero que propiciamos con Radio Pachamama en El Alto. Generalmente eran tardes de juego con grupos de chicas y chicos en situación de calle. Muchos de ellos eran voceadores que trabajaban hasta altas horas de la noche o vendían chicles y cigarrillos en la Av. 6 de Marzo, donde se congregan las discotecas, los bares, las cantinas, los lenocinios. Mientras que las chicas, la mayoría muy jovencitas, eran (como ellas mismas decían) damas de compañía, porque parecía que con ese título, más “elegante”, se alejaban de la prostitución. A la mayoría no les faltaba dinero por las tareas o trabajos a los que se dedicaban, pero tenían un vacío imposible de llenar cuando se hablaba de la familia o escuela. Habían escapado de hogares desintegrados, de padres alcohólicos, violentos.

En los partidos de fútbol se valoraba la solidaridad. Es decir, conformar un equipo para lograr llegar a la meta. Los equipos estaban compuestos por chicos y chicas indistintamente. No había árbitro y ellos debían controlar el juego. En la vida cotidiana habían aprendido que todo se conseguía con violencia, a empujones, con insultos. Pero en esta forma de juego podían alcanzar sus metas con alegría, con euforia, con destreza, sin trampas; porque los que las hacían, perdían.

Pasados los años, aún me encuentro con algunos de los chicos que jugaban fútbol callejero. Recordamos juntos esas tardes emocionantes que les ayudaron a salir de la violencia, a reivindicarse con su edad, con sus sueños. De otros no supe nunca más nada, pero me alegro profundamente por los que ya no viven en la calle y tienen un trabajo y un hogar, en el que ahora regalan a sus hijos la esperanza con la que cambiaron sus vidas.