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Pasión de multitudes

Otra vez el Mundial. La fiesta deportiva que cada cuatro años paraliza el planeta, porque el fútbol es —como se dice— pasión de multitudes. ¿Alguien puede cuestionar esta afirmación? No. No entiendo a sus detractores, como el intelectual que escribió El nombre de la rosa, pero es obvio que no tienen eco. Está bien que Jorge Luis Borges haya organizado una conferencia sobre literatura justamente a la hora en que se jugaba la final en Argentina ‘78. Recordamos la melena al viento del Matador Kempes gritando sus goles de campeón contra Holanda, y nunca se supo cuántas personas fueron al auditorio de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Pero era Borges, se entiende. A los que no se entiende, pero qué importa, es a aquellos intelectuales que solamente en esta época perpetran textos al respecto porque está de moda escribir sobre fútbol. Sin embargo, li-te-ral-men-te, no dan pie con bola.

El fútbol es arte y estratagema, mezcla desafiante de táctica y estrategia que recién se dilucida ante nuestros ojos cuando aquellos yatiris sabedores, como César Luis Menotti o Víctor Hugo Morales, abren las entrañas de un partido y nos cuentan cómo fue lo que sucedió en la cancha. Y vale seguir aquel consejo del legendario relator uruguayo Diego Lucero, espectador de todos los mundiales disputados entre 1930 y 1994 y autor de un estupendo libro: Siento ruido en la pelota. Este periodista tenía una metodología para evaluar el desempeño de los equipos: dividía cada tiempo en tres fases de 15 minutos y demostraba cómo entre lapso y lapso cambiaba la relación de fuerzas en la cancha. Estimado lector, haga la prueba en Rusia 2018 y verá la utilidad de este método para comprender lo que sucede en éste que es también un juego con azar.

Es un juego de azar (y que no molesten con la cámara de Tv en la cancha para que el árbitro, positivistamente, confirme su decisión o se retracte), y siempre debe existir un margen de incertidumbre (mientras más amplio, mejor), porque ahí radica su emoción. Cada árbitro debe ser, como el politólogo italiano Norberto Bobbio, “un filósofo de la indecisión” para dejar seguir jugando si es que duda, y no dudar en aplicar la justicia a esos viles que atentan contra los talentosos (todavía nos duele el pecho por ese volapié que recibió Iniesta —ocho infinito— en la final entre España y Holanda).

Sabemos que el fútbol es también un negocio. Negocio con redes de corrupción que fueron desmanteladas por el FBI, institución de mala letra, pero de un país donde al fútbol le dicen soccer y, entonces, por eso. Pero es arte y también un código de reconocimiento de un “nosotros”; eso que los sociólogos llaman intersubjetividad, una comunidad imaginada, diría Benedict Anderson, porque es canalizador del fervor nacionalista.

Un país se condensa en la tribuna y se despliega en la calle durante el festejo de una victoria. Después se teatraliza en la radio, se eterniza en el video, y se congela en las páginas del suplemento deportivo del periódico. La victoria es una gesta, la derrota, un infortunio. Porque se trata de eso, de matar o morir, puesto que el Mundial es una batalla y el honor está en juego. Es el Presidente de Senegal trepado en el techo de su limusina con el balón en la mano derecha como trofeo aclamado por su pueblo mientras recorre los barrios pobres después de la victoria contra la Francia colonialista.

El fútbol es pausa y prisa. Sobre todo pausa para dialogar con la pelota. Pisándola como invitando a la meditación, gambeteando en un baile, armando las fichas de un rompecabezas. Alguna vez, Lorenzo Carri dijo que mirar un partido por Tv es como espiar una habitación por el ojo de una cerradura; es una buena manera de describir a un fisgón… a la espera de un gol. Así estaremos los efímeros próximos 30 días.

Es sociólogo. Blog: pioresnada.wordpress.com; Twitter: ferXmayorga