Netanyahu quería una foto con Messi
Este oscuro acuerdo sacó a la luz aquella vil mentira de que el fútbol y la política son asuntos independientes.
El traslado de sede del partido amistoso entre Israel y Argentina de Haifa a Jerusalén fue negociado tras bambalinas por los gobiernos del presidente Mauricio Macri y del primer ministro Benjamín Netanyahu. Es decir que este cotejo fue concertado en esferas ajenas al ámbito deportivo, casi al son de los grandes negocios de la mafia futbolera. Se trata de un juego de espejos. Cuando las conveniencias políticas soplan hacia las arcas de la FIFA, los dirigentes futboleros cierran la boca. Este juego perverso de la diplomacia internacional opera a escondidas, a través de mercenarios del negocio del fútbol.
Un claro ejemplo de ello es el caso reciente del partido amistoso que tenían que jugar argentinos e israelitas en Jerusalén, un espacio históricamente disputado. Jerusalén es considerada un lugar santo por cristianos, judíos y musulmanes. Por esta peculiaridad, fue asumida como la manzana de la discordia. Y con el traslado de la embajada estadounidense de Tel-Aviv a Jerusalén el gobierno de Donald Trump ha reconocido de manera explícita a esa ciudad sagrada como capital judía. Bajo este contexto, todo indica que la negociación entre los gobiernos de Argentina e Israel antes mencionada buscaba reforzar la imagen internacional de Jerusalén como territorio judío. Seguramente, las autoridades israelíes consideraron que la presencia del combinado albiceleste y de su máximo astro, Lionel Messi, en esa tierra sagrada iba a tener resonancia mundial, en un momento político en el que el Estado de Israel necesita lavarse la cara por las matanzas contra el pueblo palestino.
Quizás Netanyahu quería tomarse fotografías junto a Messi en el Muro de los Lamentos, las cuales posteriormente previsiblemente iban a ser difundidas por doquier y con creces por los periódicos de la derecha internacional. Hubiera sido una imagen simbólica. Fue una estrategia turbia de Macri y Netanyahu organizada incluso a espaldas de los protagonistas del juego futbolero.
Un sector del periodismo alineado con el establishment macrista señaló antojadizamente que los jugadores argentinos decidieron no jugar el partido amistoso contra Israel por temor a un ataque del grupo terrorista palestino Hamas. Incluso el Canciller argentino calificó de “campaña cruel” a la cruzada encarada por grupos activistas para evitar la presencia de Messi y de sus compañeros en Jerusalén.
Frente a estos exabruptos, el capitán de la selección argentina señaló a la prensa que: “Como embajador de Unicef, no puedo jugar contra personas que matan a niños palestinos inocentes. Tuvimos que cancelar el juego porque somos humanos antes que futbolistas”. Con esta declaración, Messi se erigió en un verdadero capitán: maduro y valiente; esquivando así el torbellino diplomático desatado por el accionar espurio de la derecha internacional, encarnada en los gobiernos de Argentina e Israel.
Este oscuro pacto sacó a la luz aquella vil mentira de que el fútbol y la política son asuntos independientes. No debemos olvidar por ejemplo que el Mundial de 1978 fue montado por el gobierno argentino de Videla para desviar la atención sobre las atrocidades de su dictadura.
Con este inequívoco mensaje —“la pelota no se mancha” (Maradona dixit)—, la selección albiceleste dirigida por Messi, además de provocar rabietas en Macri y Netanyahu, quizás se esté revistiendo de la mística necesaria para poder ganar el Mundial de Rusia.