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El vicio

La debilidad de Evo Morales por el fútbol podría ser hasta benigna, si no fuera que viene siendo subvencionada por el erario plurinacional desde hace más de una década. Convengamos, como ha dicho Iñigo Errejón (notable aliado español del gobierno del MAS), que “la política es lo que hace uno con el dinero de todos”. Si es así, pues entonces estamos ante un vicio político presidencial de hondo calado e inquietantes repercusiones.

Evo respira, delira y se derrite con el fulgor de los estadios. Ha sido capaz de invadir el vestidor de Leonel Messi para entregarle un regalo. Y en general, donde pone el ojo, dispone la colocación de una alfombra de pasto sintético. Sus goles, cocinados a lentitud exasperante, son transmitidos por la televisión estatal y no hay viaje internacional al que no asista sin su equipo de peloteros secundarios, que le permiten armar desafíos con quien aspire a tomarse fotos con un presidente sudoroso.

Lo que en un principio fue un truco hábil para romper el protocolo y aflojar la rigidez de sus contrapartes, se ha transformado en anécdota machacona, ocio, dispendio, distracción irresponsable y un síndrome que mantiene al Jefe de Estado sumergido en una infancia perpetua, mientras otros deciden en Palacio.
Su reciente vuelo a Moscú ya ha rozado los linderos de la caricatura. Evo no recorrió más de 12.000 kilómetros para suscribir algún acuerdo relevante que no hubiese podido operar la propia Embajada de Bolivia en la capital rusa. La lista de temas abordados entre Morales y Putin en los escasos minutos que duró su encuentro no solo es raquítica, sino dispersa y superficial. Ambos presidentes enumeran lugares ya visitados hasta el cansancio por periodistas, críticos y diplomáticos: gas, litio, uranio, armas, tecnología antidrogas, Consejo de Seguridad hasta fin de año y luego adiós. Fue tal la orfandad de novedades que los diarios tuvieron que escarbar titulares en la parte final de la intervención de Evo, cuando expresa su desorientada curiosidad por la Unión Económica Euroasiática.

Luego, movido por la ansiedad de justificar su viaje, lo vimos reunido con viceministros y directores de empresa, degradado al rol de mero tramitador diligenciero, tenso, inseguro, disgregando acerca de la goleada rusa sobre Arabia Saudita y especulando sobre la posible clasificación de Bolivia al próximo Mundial, aunque esta vez gracias a la ampliación del número de plazas para Sudamérica. No fueron con él hasta Rusia sus amigos de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), ni siquiera sus adversarios favoritos. Ese viaje fue un desatino formidable apenas disimulado por esa foto suya gambeteando a la mascota del campeonato.

Pasemos ahora a las inquietantes repercusiones. La irrefrenable ansiedad futbolística de Evo ha colocado a Bolivia en el club de Putin. Junto con él, visitaron Moscú los presidentes de las repúblicas separatistas que las tropas rusas le extirparon a Georgia; los líderes de las naciones que aún dependen económicamente del Kremlin como Uzbekistán o Armenia; y Marito Abdo, el presidente electo de Paraguay, quien no pudo reprimir sus ganas de saborear anticipadamente las mieles de la investidura. Ninguno de ellos, excepto Juan Carlos Varela, de Panamá, tiene equipo clasificado en el torneo. ¿A qué fueron? La respuesta parece ser una sola: a tratar de moderar el aislamiento internacional de un Putin homófono e imperial, y aquellos ya son vicios mayores.