Mi Teleférico, maravilloso
Mi Teleférico es un modelo a seguir en el manejo de las entidades estatales.
Al César lo que es del César, dice un viejo adagio popular. Luego de haber recorrido las 39 estaciones del transporte por cable paceño Mi Teleférico, montando todas las líneas disponibles que recorren 33 kilómetros de la urbe paceña y El Alto, cambiando de colores en el atractivo paseo aéreo de ese singular arco iris, sea el tramo rojo, amarillo, verde, azul, naranja o blanco, no se puede sino estimular ese notable emprendimiento.
Para un boliviano como yo, que permanece buena parte del año fuera del país, resulta sorprendente constatar la excelsa calidad de ese servicio público. En primer término sobresale la sólida estructura en la que descansan los cables que soportan cabinas pulcramente mantenidas, a cargo de un personal joven que regala cortesía, cercana a la agradable galantería. Qué contraste con los empleados de otras reparticiones fiscales cuya áspera presencia solo cambia cuando su mano extendida recibe la dote pecuniaria para apurar algún trámite, particularmente en los estrados judiciales y en las oficinas de Derechos Reales. Qué diferencia con la higiene que se observa en otras instancias del transporte en común, con excepción de otra maravilla: los buses PumaKatari.
Pero, aparte de la prestación ofrecida, el viaje en sí mismo es un regalo a la vista, cuando desde Irpavi se observan las suntuosas residencias rodeadas de jardines impecables, y avanzando poco a poco se van detectando las diferencias sociales por indicadores inequívocos: conforme se escala a las colinas aledañas, los tejados rojos y simétricos se transforman en techos de vetustas calaminas que cubren las viviendas de las llamadas “laderas”.
Esa admirable tecnología ejecutada por la firma austriaca Doppelmayr Garaventa Group, secundada por técnicos y obreros bolivianos, se eleva a un promedio de 400 metros de altura para lograr un récord imbatible: el cable de transporte aéreo más largo del mundo. Gracias a ello el teleférico, cual cordón umbilical, une a dos ciudades siamesas, La Paz, cuatro veces centenaria, y El Alto, la más joven metrópoli nacional. En ese nivel conviene recordar que de niño veía en aquel espacio, aparte del aeropuerto, solo una pampa estéril y fría sin imaginar que en pocas decenas de años se convertiría en la pujante megapolis que es ahora.
Mi Teleférico, al recorrer desde la Ceja hasta la terminal de Río Seco ofrece al usuario el privilegio de estudiar la topografía plana de la urbe alteña, revelando casas modestas y rústicas que alternan con los modernos “cholets”, y con un mar de plásticos azules que cobijan el magnífico desorden de la interminable feria del comercio informal animado por contrabandistas, ladrones consuetudinarios y clientes ávidos de encontrar artículos buenos, bonitos y baratos, sean éstos nuevos, usados o robados. También desde el aire se puede mirar las edificaciones de la Universidad Pública de El Alto (UPEA), que alberga a más de 42.000 estudiantes y que ostenta otro récord planetario: ¡un docente para cada 16 alumnos en una universidad pública!
Ese inolvidable viaje lo hice en compañía del escritor Mariano Baptista Gumucio, legendario conocedor de la realidad nacional, quien como yo se estrenó en la aventura teleférica que duró tres horas completas. Al retornar a la afluente zona Sur, las sombras de la noche ya cubrían la hoyada, y las luces citadinas obsequiaban otra suprema vista de luminosidades que democratizaban los distingos sociológicos al ocultar las diferencias arquitectónicas.
Los inevitables prejuicios existentes en nuestro medio impiden observar con ecuanimidad los avances logrados cuando éstos se manejan con profesionalismo y, aparentemente, sin la corrupción, que es característica primordial de las empresas públicas. Mi Teleférico es un modelo a seguir en el manejo de las entidades estatales.