Vueltas y revueltas del plagio
Pero de plagios mayores y más importantes está repleta la historia de la gran literatura universal.
Ya está otra feria del libro venteando la atmósfera que respiran autores y lectores en el interés de vender y comprar. Como un rito comercial inconmutable, la editorial jesuita Verbo Divino exhibirá en sus estantes la versión plagiada de mi libro Arriesgar el pellejo (Edit. Urquizo 1983) en un texto mañosamente titulado Arriesgando el pellejo, con la autoría de Francisco Dardichón.
Denuncié ese atraco aquí mismo, en este diario, en 2014, y nadie se dio por aludido (ni el autor trucho ni la editorial). El Servicio Nacional de Propiedad Intelectual (Senapi) ni se amoscó. Solo el tata Albó me gritoneó en la feria del libro de La Paz hace dos años. “¡Te equivocaste!”, me alzó la voz como si yo fuese su feligrés por haber acusado “al buen Dardi”. Ese episodio olvidable, porque hubo violencia verbal de ambos lados y ante decenas de testigos, paseantes de la feria, lo describí de pasadita en otro de mis escritos quincenales en La Razón el 2016.
Pero de plagios mayores y más importantes está repleta la historia de la gran literatura universal. Nada que ver con mi bronca parroquial con los curas y sus modos de ganarse indulgencias con las virtudes ajenas. Un analista acucioso y valiente, como fue don Humberto Vázquez Machicado, publicó un estudio descarnado de las marrullerías de escritores consagrados que, en la realidad, fueron vulgares rateros del esfuerzo y talento de otros escritores, pobres y sin fama.
Dicho autor boliviano reflotó, por ejemplo, las falsedades de Alejandro Dumas (padre) en su obra Los Tres Mosqueteros, plagio vil de un escrito de Courtil de Sandrao; de Eugenio Sué, quien vació un texto de Miguel Masson para su libro El Judío Errante. Alejando Dumas (hijo) se jaló en su obra La Dama de las Camelias un libro de Hipólito Auger. El admirado Gustav Flaubert se tiró un escrito de Paul Hotman para componer Salambó… Y así, muchos escritores clásicos fusilándose (como llaman los mexicanos al plagio vil) los trabajos de autores sin renombre o urgidos de dinero, maravillosos creadores de argumentos literarios, sin editor ni medios económicos a mano.
En su libro Los plagios de Pazos Kanki y de otros grandes escritores (Edit. Urquizo, 1991), que me regaló mi amigo el periodista Roberto Cuevas Ramírez, don Humberto Vázquez se muestra como un censor tronante de las trampas literarias que para ganar fama urdió Vicente Pazos Kanki, uno de los más importantes intelectuales anticolonialistas en el albor de la República de Bolivia.
Escritor, polemista, periodista, revolucionario, sacerdote, abogado; el altoperuano nacido en Ilabaya (La Paz) en 1779 se fue de aquí antes de cumplir 30 años y no regresó más. Tuvo una fulgurante vida política e intelectual en Argentina, España, Gran Bretaña y Estados Unidos, donde por un pelito (un voto) no fue elegido primer gobernador de las recién fundadas Floridas, hoy conocidas como Miami. No se sabe dónde ni cuándo murió. Lo último que se supo de él fue en 1852-53.
Los escritos de Pazos Kanki, a lo largo de casi 20 años, dice don Humberto, son copias de textos consagrados, entre otros, del Conde de Martignac, el gran estadista francés y otros célebres de la época. Aquel exclérigo, porque se hizo de esposa, se consagró a plagiar y plagiar sin necesidad aparente, porque tenía talento y visión para redactar textos políticos y, qué caray, porque al hacerlo tampoco ganó un centavo.
Una vez que intervine en la Escuela de Escritores de la Sogem de México en una mesa redonda sobre el plagio, hablé incidentalmente de los raros afanes de Vicente Pazos Kanki. No faltó el crítico mordaz, Raúl Prieto, alias Nikito Nipongo, maestro del sarcasmo, que coronó mi charla con un comentario que me descuadró jocosamente: ¡Ah, dijo, ese don Vicente Plagios Kanki!
* es periodista