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Europa podría caer por un tema de fronteras

/ 28 de julio de 2018 / 03:11

A los ciudadanos europeos siempre les han vendido la idea de la Unión Europea con base en la practicidad: productos más baratos, viajes más sencillos, prosperidad y seguridad. Sin embargo, los dirigentes fundadores tenían algo más grande en mente. La concibieron como un experimento radical para trascender los Estados-nación, cuyas ideas centrales de identidad basada en la raza y competencia de suma cero habían ocasionado desastres en dos ocasiones en el lapso de tan solo una generación.

Cuando en 1949 el Ministro de Relaciones Exteriores de Francia anunció el antecedente del bloque, lo llamó “un gran experimento” que pondría “fin a la guerra” y garantizaría “paz eterna”. El ministro de Relaciones Exteriores de Noruega, Halvard M. Lange, comparó a Europa en ese momento con las primeras colonias de lo que más tarde sería Estados Unidos: bloques separados que, con el tiempo, se desharían de su autonomía e identidades para formar una nación unificada. Así como los oriundos de Virginia y Pensilvania se habían convertido en estadounidenses, los alemanes y los franceses se convertirían en europeos… si se les podía convencer.

“El agudo sentimiento de identidad nacional debe considerarse una barrera real a la integración europea”, escribió Lange en un ensayo que se convirtió en un texto fundacional de la UE. No obstante, en lugar de salvar esa barrera, los dirigentes europeos fingieron que no existía. Aún más nocivo, evitaron mencionar por completo aquello a lo que debían renunciar los europeos: a cierto grado de sus identidades nacionales profundamente arraigadas y a la soberanía nacional arduamente ganada.

Ahora que los europeos están luchando con las tensiones sociales y políticas desatadas por la migración desde países pobres asolados por la guerra y externos al bloque, algunos claman por preservar lo que sienten que nunca aceptaron ceder. Su batalla contra los gobernantes europeos está estallando alrededor de un asunto que, quizá más que cualquier otro, expone la contradicción entre el sueño de la Unión Europea y la realidad de las naciones de ese continente: las fronteras.

Los dirigentes europeos institucionales insisten en que las fronteras al interior del bloque se mantengan abiertas. El propósito de la libre circulación es trascender las barreras culturales, integrar las economías y facilitar un mercado único. Pero una cantidad creciente de electores europeos quiere limitar de manera marcada la llegada de refugiados a sus países, lo que requeriría cerrar las fronteras. Esto podría parecer tan solo un asunto de reconciliación entre las normas internas y las exigencias de la gente en torno al problema relativamente limitado de los refugiados, que ya ni siquiera están llegando en grandes cantidades.

Pero hay un motivo por el que el asunto ha llevado a Europa al punto del colapso. Tanto es así que su gobernante más importante, la canciller alemana, Angela Merkel, advierte sobre un desastre y está en riesgo de perder el poder. La cuestión de las fronteras es en realidad la de si Europa puede dejar atrás las nociones tradicionales del Estado-nación. Se trata de un cuestionamiento que los europeos han evitado enfrentar, ya no digamos responder, durante más de una década.

Si se refuerzan suficientes fronteras, los refugiados podrían terminar estancados en Italia, Grecia y España; un desenlace que Merkel también ha advertido que podría condenar al bloque al alentar a esos países a abandonarlo. Por otro lado, frenar la circulación al interior podría eliminar algunas de las ventajas más populares de la UE (facilidad de viajar por trabajo, vacaciones o cuestiones familiares) y afectar el comercio y los traslados laborales, lo que debilitaría la economía de mercado único.

Por lo tanto, podría parecer extraño que tal política se perciba como una cesión ante las exigencias populares. El hecho de que sus ramificaciones puedan ir más allá de los refugiados, cuya llegada de cualquier manera se ha reducido drásticamente, sugiere que las exigencias populares son algo más que un sentimiento en contra de los refugiados.

Quizá el impulso de restaurar las fronteras al interior de Europa se trata, hasta cierto punto, sobre las fronteras mismas. Tal vez cuando los populistas hablan de recuperar la soberanía y la identidad nacional no usan solo un eufemismo para el sentimiento en contra de los refugiados (aunque ese sentimiento de hecho abunda); quizá ese sea realmente su propósito.

¿Por qué las fronteras? Cuando viajaba con un colega para elaborar un reportaje sobre la ola populista que se extiende por Europa escuchamos las mismas inquietudes, una y otra vez: fronteras que desaparecen; identidad perdida; instituciones en las que no se confía; renuncia a la soberanía a favor de la Unión Europea; demasiados migrantes…

Los simpatizantes de los partidos populistas a menudo hablan de los refugiados como un punto focal y una manifestación física de temores más grandes y más abstractos. Con frecuencia dicen, como lo hizo una mujer tras la finalización de un mitin de Alternativa para Alemania (un partido populista en ascenso), que temen que su identidad nacional se esté borrando. “Alemania necesita una relación positiva con su identidad”, le dijo Björn Höcke, una figura destacada de la extrema derecha en el partido, a mi colega. “Los cimientos de nuestra unidad son la identidad”.

Aceptar a los refugiados, incluso en grandes cantidades, no significa que Alemania ya no será Alemania, por supuesto. Pero incluso este sutil cambio cultural es un componente de un proyecto europeo más amplio que ha requerido renunciar, aunque sea solo un poco, a nociones centrales de un Estado-nación completamente soberano.

En algunos asuntos, las políticas nacionales quedan sujetas a los vetos y a la autoridad de la Unión. Eso incluye el control de las fronteras, que están parcialmente abiertas para los refugiados, pero totalmente abiertas para otros europeos. Aunque las reacciones negativas se han enfocado en los refugiados, quienes tienden a presentarse como más obviamente extranjeros, los estudios sugieren que también están impulsadas por un resentimiento hacia los migrantes europeos.

En un viaje reciente por Yorkshire, un área postindustrial en el norte de Inglaterra, escuché quejas que comenzaban en contra de los refugiados, pero que rápidamente giraban hacia los trabajadores polacos, que han llegado al Reino Unido en cantidades mucho mayores. Algunos hablaban ominosamente, aunque de manera inverosímil, de pueblos donde es más fácil escuchar hablar polaco que inglés.

Para los europeos no es fácil abandonar la identidad nacional a la vieja usanza, arraigada en la raza y la lengua, que les ha causado tantos problemas. El deseo humano de una identidad grupal sólida (y de una homogeneidad percibida dentro de ese grupo) es muy profundo. Alemania para los alemanes, Cataluña para los catalanes. Un país de personas que se parezcan a mí, hablen mi idioma y compartan mi legado. Esos impulsos nacionalistas, aunque peligrosos, emergen de un instinto humano básico. Hace que nos sintamos seguros: perderlo nos hace sentir amenazados. Se refuerza en nuestra cultura popular y queda presente en el orden internacional.

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La difusa línea entre un golpe y una rebelión

La línea divisoria entre los golpes de Estado y las rebeliones puede ser tenue o incluso no existente. Los términos golpe de Estado y rebelión se usaban para distinguir las transiciones legítimas de poder de las ilegítimas.

/ 20 de noviembre de 2019 / 00:23

La renuncia de Evo Morales ha provocado un debate internacional sobre cómo calificar la turbulencia desatada en Bolivia: ¿es una rebelión o un golpe de Estado? Algunos respaldan la versión de una rebelión del pueblo en contra de la tendencia del presidente hacia el autoritarismo. Otros dicen que fue una descarada intervención del Ejército. Pese a que se desconoce gran parte de la historia, en ambas posturas existen muestras a las que hacer referencia. Pero según los académicos, la coexistencia de estas dos interpretaciones insinúa una verdad importante: la línea divisoria entre los golpes de Estado y las rebeliones puede ser tenue o incluso no existente.

Con frecuencia, son una sola y lo mismo: los levantamientos masivos de la población junto con la deserción del Ejército que obligan a la renuncia o a la destitución del dirigente de un país. Sin embargo, la superposición de estos términos a menudo conlleva connotaciones morales que no podrían ser más divergentes: como lo vemos en la actualidad, los golpes de Estado se desaprueban, pero las rebeliones se apoyan. “Las personas que se quedan enganchadas en si es un golpe de Estado o una revolución están perdiendo de vista el objetivo”, señala Naunihal Singh, un importante politólogo que investiga las transiciones del poder y los golpes de Estado. “La pregunta es qué sucede después”.

Eso ha abierto el espacio a una especie de guerra de términos, en la cual la toma del poder político puede considerarse legítima al etiquetarla como rebelión o ilegítima si la llamamos golpe de Estado. La construcción de la versión “tiene consecuencias” para el tipo de gobierno que viene después, según Singh. Hay una tendencia a que transiciones como las de Bolivia sean flexibles e impredecibles. La percepción de legitimidad, o la falta de ella, puede ser decisiva.

La idea popular de golpe de Estado, que se estableció en la era de la Guerra Fría, aún se caracteriza por tanques en las calles y generales anunciando la toma del poder. De igual manera, las revoluciones se consideran emotivas, incluso románticas, ya que el pueblo se une para exigir un cambio al unísono hasta que el dirigente no tiene más opción que renunciar deshonrosamente. A nivel global eso creó expectativas de que cualquier destitución de un dirigente podría encajar en uno de esos dos arquetipos, y los términos golpe de Estado y rebelión se usaban para distinguir las transiciones legítimas de poder de las ilegítimas.

Pero el mundo ha cambiado. La mayor parte de los gobiernos militares han transitado hacia la democracia. Las normas globales, que solían ser tolerantes hacia los golpes de Estado, ahora los consideran un tabú. Sin embargo, en un momento de populismo y autoritarismo crecientes, los líderes electos se sienten cada vez más seguros al desafiar los límites de su poder. Como resultado, se ha difuminado la frontera entre las rebeliones y los golpes de Estado.

En la actualidad, generalmente los golpes de Estado se producen después de levantamientos masivos que exigen un cambio y los militares describen su intervención como una medida temporal para restaurar la democracia. Y son pocas las rebeliones que tienen éxito sin el apoyo del Ejército, aunque eso solo consista en que los militares se nieguen a respaldar al Gobierno.

El politólogo Jay Ulfelder se ha referido a esto como “golpe de Schrödinger”, en honor al físico austriaco Erwin Schrödinger, cuando escribe que esos casos “existen en un estado permanente de ambigüedad y al mismo tiempo es un golpe de Estado y no lo es” sin esperanza de poder encasillar los acontecimientos en una “sola y clara” categoría. A menudo, los intentos por etiquetarlos llevan a situaciones desconocidas e imposibles de conocer. Cuando los militares anuncian que el presidente debe renunciar, ¿están amenazando con la fuerza o solo dan el mensaje de que no dispersarán a los manifestantes? ¿Siquiera importa esta distinción?

Tal vez Bolivia se ubique con más firmeza en una categoría o la otra, ya sea por acontecimientos nuevos o por el surgimiento de información nueva. Pero lo que hasta ahora se sabe ayuda a ilustrar la manera en que las rebeliones modernas pueden imponer la necesidad de encontrar una categoría nítida. Al parecer, los acontecimientos de Bolivia encajan en el concepto de revolución callejera: los ciudadanos se volcaron a las calles para exigir la renuncia de un dirigente que se negaba a respetar los límites de su poder, y en algún momento involucró a instituciones fuertes para lograr que eso sucediera. El Gobierno sigue en manos de civiles electos que han prometido convocar a nuevas elecciones, y Morales está libre.

También, al parecer, encajaban con el concepto que se tiene de un golpe de Estado, ya que el Ejército exhortó al presidente a renunciar y, en efecto, eso sucedió. Morales mismo calificó su destitución como golpe de Estado. Aunque desde entonces ha suavizado su discurso, también ha aceptado el asilo que le ofreció México. Desde una perspectiva, el pueblo salvó la democracia de manera heroica. Desde la otra, un puñado de militares la traicionó de manera cobarde. Ambas consideran el mismo conjunto de hechos.

En la Guerra Fría, en América Latina, las intervenciones del Ejército en la política por lo general expulsaban a los dirigentes electos de izquierda e imponían dictaduras de derecha. Pero en las décadas posteriores han cambiado dos cosas. Los dirigentes electos de derecha e izquierda han sido más propensos a desafiar los límites de su mandato y eludir los controles sobre su autoridad. Y los militares se han llegado a considerar árbitros políticos como la última opción y no como actores parciales o posibles gobernantes.

Para los politólogos, esto parece ser un problema estructural. Los presidentes fuertes, los ejércitos fuertes, las sociedades polarizadas y las instituciones débiles propician casos como el de Bolivia, donde las disputas se resuelven cada vez más al margen del orden constitucional. Además, la complejidad inherente al orden democrático latinoamericano, con líderes propensos a acumular poderes extraconstitucionales y a ser destituidos con métodos extraconstitucionales, significa que ambos lados verán muchas pruebas para plantear el derrocamiento de un dirigente como una restauración de la democracia o como su perturbación.

Nuevamente, Bolivia es un buen ejemplo. Los académicos sostienen que tanto Morales como el Ejército están en el lado equivocado de la democracia. Santiago Anria, del Dickinson College (Pensilvania); y Jennifer Cyr, de la Universidad de Arizona, escribieron en The Washington Post que “el intento de Morales de seguir en el poder reveló sus ‘tentaciones autócratas’: un deseo de hablar y actuar en representación de todo el ‘pueblo’ y de hacer esto para siempre”. Los académicos culpan a los líderes de la oposición por contribuir a avivar la crisis y reconocen que, al inicio de su mandato, Morales desarrolló el modelo democrático. Pero alegan que ahora “ya casi no respeta los pesos y contrapesos de la CPE con respecto a la autoridad del presidente”.

Rut Diamint, una politóloga de la Universidad Torcuato Di Tella en Argentina, estuvo de acuerdo con las críticas que se le hacen a Morales, pero añadió que “nada de eso justifica un golpe de Estado”. Lo denominó un “revés a la democracia en América Latina” y un precedente para que “otros países definan un orden político con el apoyo de las Fuerzas Armadas”. Los bolivianos están atrapados en medio de estos actores poderosos, y les dicen que deben elegir un bando para defender la democracia que el otro está agrediendo.

Los debates sobre cómo denominar a la agitación que se vive en Bolivia podrían convertir los complicados acontecimientos en una historia atractiva en términos ideológicos que no encaje del todo, pero estos de todas maneras importan… y posiblemente mucho. Las percepciones de si fue legítima o no la destitución de Morales, tanto en Bolivia como en el extranjero, podrían tener una participación importante en el debate sobre quién podrá asumir el poder, su capacidad para gobernar y qué tipo de gobierno formará. “Eso es parte de la importancia de esta inquietud (¿se trata de un golpe de Estado o de una revolución?), ya que esto determinará lo que suceda la próxima semana”, señaló Singh refiriéndose a las objeciones de Morales a la legitimación de cualquier Gobierno encabezado por la oposición.

* Escritor y periodista inglés, columnista del The New York Times. © The New York Times, 2019.

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