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Memorias limeñas

Algunos tenemos la satisfacción de vivir en otras ciudades. Por diversas razones recalamos en otra realidad y de esa nueva vida quedan memorias grabadas en tu espíritu. Pasé mi infancia en Lima, Perú, y recuerdo esa estadía y de los espacios urbanos que pude recorrer. Ya mayor volví a una callecita que remata en lo que era la avenida Wilson, ahí vivimos un tiempo. Al recorrerla se humedeció mi vista al constatar el paisaje urbano que ve un niño: recordaba todo lo que estaba a menos de un metro de altura. La calle sigue igual, aunque depauperada y conserva el entonces llamado Hotel Riviera donde corrí con mi hermano a ver a Cantinflas, quien llegó en una noche mágica de luces y cámaras. También suelo recordar cómo buscábamos a mi padre con mi madre, mi hermano y mis hermanas al periódico donde consiguió trabajo, y luego íbamos a pasear los seis por el Jirón de la Unión de los años 50 en una paz tan dulce como el ranfañote.

Como corresponde al hijo de un fanático de la tauromaquia, viví mis primeras emociones de vida y muerte en la plaza de toros de Acho. Hace poco regresé para una tarde de gloria de Enrique Ponce, quien se fundía con la bestia como un sufí en un interminable giro. Los de la popular casi nos lanzamos al ruedo para girar con ellos. En un retorno de Pucusana, donde nos llevaba mi padre a pescar cabinzas y lenguados y hospedarnos en humildes cabañas de pescadores, me regaló una pequeña caja de acuarelas, y en cama, afiebrado, pinté mi primera obra: vista de Pucusana.

Ya mayor retorné a vivir en Lima y gocé de interminables celajes sobre la costa como se debe, con el elixir divino que contiene todos los aromas y sabores de la gastronomía universal: el pisco sour. Y en una tarde de encanto tuve el privilegio de discutir trueques con Víctor Delfín en Barranco. Entregué todos mis muebles de la casa por una pequeña escultura del artista: Beso cholo número 2. E iba por más. Quería trocar más patrimonio por una acuarela de Henry Miller que cuelga en uno de sus salones. Es un autorretrato donde brilla el rostro libidinoso del escritor sobre Montparnasse. No la suelta por nada en esta tierra.

Mis hijos y yo tuvimos la dicha de gozar en colegios limeños de la picardía criolla, de esas lisuras tan cáusticas que después se tornan en literatura universal. Y con esa literatura en el corazón siempre retorno en invierno a pasear por el Malecón, bajo el “gris panza de burro” de Héctor Velarde, y me invade una inmensa nostalgia por mi vida en esa ciudad. Y agradezco la frase que Bryce Echenique repite en No me esperen en abril, y que el personaje la escribe al amor de su niñez y resume mi topofilia por Lima: “…además y todavía”.