La última cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, por sus siglas en inglés), que se llevó a cabo entre el 11 y el 12 de julio en Bruselas, estuvo marcada por la controversia. Desde antes de comenzar hasta los días que siguieron a la culminación de este encuentro, las voces de los medios y los analistas la calificaron como una de las cumbres más controversiales. A pesar de su carácter monolítico expresado desde su creación en plena Guerra Fría, este año se vio a una organización con matices, con divisiones internas e incertidumbre.

El fundamento para aseverar tales comentarios es que las críticas fueron emanadas ya no desde otros organismos o países contrarios a la OTAN, sino que por un miembro de esta organización. Estados Unidos, el claro miembro hegemónico de la organización, reprochó duramente a los otros 28 miembros, específicamente por el gasto en defensa que cada uno mantiene. Además, criticó el relacionamiento que mantiene Alemania con respecto a Rusia en cuanto a la dependencia de gas.

Los dichos contra Alemania ocurrieron poco antes de comenzar la cumbre en una reunión entre Trump y el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg. En la ocasión, el Jefe de Estado norteamericano expresó que Alemania es “prisionera de Rusia” por el pago que le brinda a cambio de gas natural. Esto generó reacciones en Berlín, donde la canciller, Angela Merkel, avaló la independencia en la toma de decisiones que Alemania tiene; mientras que el Ministro de Relaciones Exteriores expresó que no son prisioneros ni de Moscú ni de Washington. A pesar de este encontrón, las asperezas fueron limadas durante la misma cumbre, cuando Trump y Merkel se reunieron y aseguraron que ambos son socios fundamentales entre sí.

Pero quizás lo más notable que dejó la cumbre fue la molestia de Trump con respecto a los demás miembros. En la cumbre de 2014 realizada en Gales, éstos se comprometieron a aumentar el gasto en defensa al 2% del PIB de cada uno como meta para el 2024. Porcentaje que está lejos de concretarse para la gran mayoría de los países miembros, ya que la mayoría tiene un gasto inferior al 1,78%. Solo Estados Unidos, Reino Unido, Polonia, Estonia, Grecia, Letonia, Lituania y Rumanía gastan en defensa más del 2% de su PIB.

Estas críticas no son nuevas, ya el año pasado fueron mencionadas en Bruselas por el secretario de Defensa, James Mattis; quien argumentó que Estados Unidos cumpliría sus responsabilidades solo si las demás naciones apoyaban con mayor fuerza a la organización (aumentando su gasto en defensa al 2% del PIB); de lo contrario, su país moderaría su compromiso.

Los dichos del Secretario de Defensa no causaron tanto escándalo como los emitidos por Trump semanas atrás. Es claro que la fuerza e impacto cambian radicalmente al tratarse del Jefe de Estado, pero además las palabras no fueron suavizadas; y por lo contrario, el Mandatario estadounidense emitió frases como “Estados Unidos está gastando demasiado y otros países no pagan lo suficiente, especialmente algunos.” O “La OTAN debería pagar más y Estados Unidos debería pagar menos. ¡Muy injusto!”. A pesar de esto, en la reunión se acordó aumentar el gasto en defensa hasta un 4% del PIB de cada país. Meta que solo podría ser posible para Estados Unidos en el corto plazo, ya que actualmente invierte aproximadamente un 3,68% de su PIB para tal partida.

Las declaraciones de Trump sobre este tema no pasaron desapercibidas y tuvieron réplicas por parte del presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk. De manera bastante directa, Tusk dijo que “Estados Unidos debería cuidar a sus aliados, porque no cuenta con muchos en el mundo”. De todos modos, apoyó el aumento en el gasto en defensa de cada país, pero agregó que esto debía ir acompasado con una mayor eficiencia en cooperación entre las naciones.

Se puede ver que en el tiempo que lleva gobernando, Trump busca realizar cambios profundos que beneficien directamente a su nación. Contrario a lo que se pensaba, resulta difícil que la hegemonía estadounidense se reduzca durante su Administración, incluso podría —por lo menos— afirmarse por un tiempo más. Ya se vieron los logros obtenidos en materia internacional y que se configuran como hitos en la política exterior estadounidense. Es evidente que el nuevo inquilino de la Casa Blanca busca generar un cambio que posicione a Estados Unidos como un actor relevante, tal y como lo fue durante la Guerra Fría y en la década de los 90.

La OTAN, para el presidente-magnate, ha sido un despilfarro de dinero y la ha criticado desde su campaña; pero esto no quiere decir que decida retirarse de la organización militar más grande y efectiva del mundo. Criticar el gasto que han tenido los demás países es una forma de presión para conseguir objetivos como sobrepasar el gasto que invierte China y Rusia, o mantener su área de influencia en Medio Oriente, donde la organización mantiene operaciones hasta el día de hoy.

Las mayores amenazas que podrían existir es que se tome la decisión de anular los ejercicios militares conjuntos con quienes no cumplan con el 2% (o el 4% ahora), o el retiro de tropas estadounidenses de países como Alemania. Esto, que puede sonar irónico para una región como Latinoamérica, que ha tenido en constante debate los acercamientos militares con Norteamérica, es crucial para los países miembros de la OTAN, que depositan su defensa y seguridad nacional en la organización y, por sobre todo, en el apoyo directo que entrega Estados Unidos.

Es difícil definir con certeza cuáles serán los siguientes pasos que dará el Gobierno de Washington, pero ciertamente no planea deshacerse de todo lo heredado de anteriores administraciones. La OTAN sigue siendo un organismo relevante para la expansión y mantención de la hegemonía estadounidense en Europa y en Oriente Medio. Es notorio, además, que discursivamente se arroje la potestad de opinar sobre países del Primer Mundo y busque la forma de persuadirlos bajo amenazas, dando la imagen de un Estados Unidos que no conoce límites y una Europa que difícilmente logra responder.