Cada temporada de incendios nos deja escenarios de desolación, lecciones no aprendidas, y una inevitable sensación de impotencia. Y es que en estos tiempos modernos, cuesta comprender que sigan ocurriendo desastres que podrían prevenirse; y más aún en lugares donde el fuego es un factor tan recurrente. Tragedias como la de Grecia, con un saldo de más de 90 muertos que supera a lo sucedido en Portugal un año atrás, ponen una vez más en evidencia los riesgos de un crecimiento urbano desordenado, frente a condiciones climáticas y ambientales propicias para la propagación del fuego.

Ahora vemos que a esta nueva normalidad se suman los grandes incendios dentro del círculo polar ártico, una zona cuyos bosques parecían libres de este tipo de eventos. Pese a su clima generalmente templado y húmedo, la ola de calor que afectó gran parte del hemisferio norte en julio se encontró con un paisaje bajo estrés hídrico y una gran acumulación de combustible forestal listo para arder.

Si bien varios estudios dan cuenta de una reducción del número de incendios y la superficie quemada a nivel global en los últimos años, los expertos advierten sobre la probabilidad de que se registren eventos climáticos de gran magnitud cada vez más intensos e imposibles de contener, por las condiciones meteorológicas extremas en las que se desatan a consecuencia del calentamiento global.

En Bolivia también hemos visto una disminución del promedio de la superficie quemada de los últimos cinco años respecto a la media de los últimos 10 y 15 años. Aun así, tan solo en 2017 se quemaron 3,6 millones de hectáreas (ha) en todo el país, un área equivalente a casi todo el departamento de Tarija. Apenas una semana atrás, dos grandes incendios en San José de Chiquitos arrasaron más de 15.000 ha en el territorio indígena Santa Teresita y dentro del Área Protegida Santa Cruz la Vieja, según datos del Sistema de Monitoreo de la FAN (Satrifo).

Casa con dos puertas es mala de guardar, dice un refrán. No se puede seguir encarando los incendios con una mirada enfocada únicamente en combatir el fuego, sin atender la verdadera naturaleza de las tragedias. El problema no es solo el fuego, es el modelo de desarrollo; son las políticas que no se adecuan a la complejidad de los desafíos actuales. Nuevos tiempos requieren nuevas políticas. Es hora de comprender que la mejor manera de controlar el fuego es con una buena gestión del territorio y de nuestros bosques. El manejo del fuego, incluido su uso controlado, es una herramienta fundamental para reducir los riesgos y la severidad de los incendios, y debe ser parte de las políticas públicas para construir paisajes y comunidades más resilientes.