Icono del sitio La Razón

Morirás en el Mamoré

El río, la película del director beniano Juan Pablo Richter, es un mar de confusiones. Uno: la pretenciosidad es mala compañera de viaje. El río quiere ser sensible, pero se ahoga en su falsedad; quiere homenajear a La ciénaga (pobre Lucrecia Martel), pero se hunde; quiere parecer cinéfila, pero no sale a flote. El Mamoré le queda demasiado grande.

El río arranca y termina igual: primeros planos a la nuca del protagonista (y de la coprotagonista) mientras escucha música hipster en sus modernos audífonos (o al revés, mientras escucha canciones modernas en sus audífonos hipster). Colocar la cámara al hombro y apuntar al cogote del actor podría ser un recurso, un guiño al cine de los hermanos belgas Dardenne, pero si comienzas así 12 secuencias consecutivas (sí, ¡doce!) durante la primera hora se convierte en un abuso desesperante, predecible y (…) pretencioso.

Dice Sebastián Morales, colega, que El río es una película para festivales y programadores de festivales, una película machista con presunto celofán feminista. Y añado: lo peor para una película es que se regodee en planos fijos, largos e inacabables; y que confunda lo poético con lo lento; la metáfora con la parsimonia.

Dos: dijo una vez un maestro japonés del cine (el señor Kurosawa) que con un buen guion puedes hacer una película buena o una película mala, pero que con un mal guion solo tendrás películas malas. El río es una de ellas. Su director también es su guionista (y su director de casting) y —sabido es— quien mucho abarca, poco aprieta. Lo peor del guion no son sus transiciones forzadas, sino sus diálogos automatizados e inverosímiles (el “prota” quiere irse a vivir a Drubovnik porque allá se rodó Juego de Tronos). Si Richter como director es pretencioso, como guionista, desaparece.

Tres: no hay dramaturgia, no hay construcción psicológica de los personajes, no hay dirección. Un cineasta debe aprender a ordenar y señalar el camino. Richter no lo hace, no sabe hacerlo, y ya pasaron ocho años de su debut pecaminoso con aquel extravío llamado Casting, la “primera película boliviana de terror”, a cuatro manos con Denisse Arancibia. Dijo una vez otro maestro (el señor Kubrick) que el cine es (o debería ser) como la música, una progresión de ánimos y sentimientos. En El río no hay progresión, no hay sentimientos, y la trama avanza como puede, sin brújula, sin mar donde desembocar.

Cuatro: ¿qué nos quiere contar El río? El supuesto “mensaje” provocador, antimachista y antipatriarcal, anunciado por activa y por pasiva en la campaña marquetinera del filme, no aparece, es un bluff. La explotable relación malsana entre padre e hijo, que no se explica nunca, se desperdicia. El fantasmagórico romance entre hijo y joven madrastra hace aguas, de principio a fin, es otra tomadura de pelo. El río no sabe a dónde va.

Cinco: las películas costumbristas y regionalistas de nuestro cine han hecho más mal que bien. Los supuestos chistes de estereotipos regionales parecían enterrados y bien enterrados. Error. El río, rodada en Trinidad y Rurrenabaque, nos trae de vuelta el recurso facilón de llamar al colla “mudito”; de presentar al terrateniente camba-colla como déspota, putero y puteador; de retratar a la joven y bella “cambita” (Valentina Villalpando) como ignorante. Otro tiro por la culata y van…

Seis: el elenco actoral se ahoga con la película. El nobel Santiago Rozo no tiene las herramientas para recrear un personaje, improvisa y no es dirigido ni (bien) aconsejado. Los más experimentados (Fernando Arze, quien no puede lidiar cabalmente con el acento de su papel; Hugo Francisquini y Carlos Ureña) se dejan llevar por el despropósito. En El río no hay actuaciones, hay simulacros de actuaciones.

Siete y última: el efectismo y el formalismo son males endémicos. Hasta veteranos directores como Valdivia y Sanjinés han pisado ese palito. Richter lo pisa y lo vuelve a pisar, con gusto, seducido por las postales del Beni más paradisíaco. El resultado es esta película hispter y hueca, valga la redundancia. El Mamoré tiene vida propia. Dicen que te atrapa en su cauce, que te arrastra al fondo. Dicen que no te deja salir, ni en cuerpo ni en alma.