Hongos que no se ponen cafés. Trigo que combate la enfermedad. Tomates que tienen una temporada de cultivo más larga. Todos estos cultivos son posibles mediante la tecnología de edición genética llamada CRISPR-Cas9. Pero ahora su futuro se ha visto empañado por un fallo del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).

En efecto, el 25 de julio el TJUE determinó que los cultivos editados genéticamente son organismos modificados genéticamente (OMG); y por lo tanto, deben cumplir con las estrictas reglas que se aplican a las plantas hechas con genes de otras especies. Muchos científicos respondieron con pesar ante esta decisión, pronosticando que los países en desarrollo seguirían la iniciativa de Europa y bloquearían cultivos útiles editados genéticamente para que no lleguen a las granjas ni a los mercados.

El fallo quizá también restrinja las exportaciones de Estados Unidos, país que tiene un enfoque más indulgente acerca de los alimentos editados genéticamente. “No solo se está afectando a Europa con esta decisión, sino a todo el mundo”, afirmó Matthew Willmann, director de las instalaciones de transformación de plantas en la Universidad de Cornell. Sin embargo, la sentencia también plantea una pregunta más fundamental: ¿qué significa en realidad que un cultivo sea genéticamente modificado?

En su decisión, el TJUE eximió a los cultivos producidos mediante métodos más antiguos de alteración del ADN, señalando que no eran organismos genéticamente modificados. Desde la revolución agrícola hace 10.000 años, todo el desarrollo de cultivos se ha reducido a alterar la composición genética de las plantas. Durante siglos, los agricultores seleccionaron algunas plantas para su reproducción, o cruzaron variedades, con la esperanza de pasar características útiles a las generaciones futuras.

A principios del siglo XX, los científicos descubrieron los genes e inventaron nuevas formas de desarrollar cultivos. Por ejemplo, dos líneas de maíz podían unirse en plantas híbridas que eran superiores a cualquiera de sus padres. En los años 20, los investigadores se dieron cuenta de que no tenían que conformarse con amplificar las variaciones genéticas que ya existían en las plantas. Podían crear nuevas mutaciones. Para hacerlo lanzaron rayos X a las plantas o emplearon sustancias químicas que alteraban su ADN. La mutagénesis, como se llegó a conocer este método, introdujo mutaciones aleatorias en las plantas. Los científicos analizaron las variedades “mutantes” para encontrar las que representaban mejoras. Miles de las variedades de plantas que se consumen hoy, desde fresas hasta cebada, son producto de la mutagénesis.  

En los 70, los microbiólogos averiguaron la manera de insertar en las bacterias genes humanos y de otras especies. Más tarde, los científicos de plantas emplearon ADN recombinante, como se llegó a conocer esa tecnología, para desarrollar métodos de inserción de genes en las plantas y así mejorar su crecimiento. Algunas variedades de maíz, por ejemplo, recibieron el gen de una bacteria que permitió que los cultivos produjeran una toxina que mataba insectos. Estos cultivos llegaron a conocerse como cultivos genéticamente modificados y provocaron una tempestad de controversias. Grupos ambientalistas como Greenpeace y Amigos de la Tierra despertaron la inquietud de que los cultivos genéticamente modificados podrían acarrear peligros impredecibles.

Del otro lado del Atlántico, el conflicto se ha desarrollado en formas muy diferentes.  En Estados Unidos, la Academia Nacional de Ciencias no ha encontrado pruebas para confirmar que los cultivos editados genéticamente sean más peligrosos que los desarrollados convencionalmente. Aunque el Gobierno ha implementado una serie de normas para regular los cultivos modificados genéticamente, la industria ha crecido. En 2017, se plantaron en EEUU más de 74 millones de hectáreas de estos cultivos.

Por lo contrario, en Europa la inquietud acerca de los organismos genéticamente modificados llevó a la UE a emitir una normativa en 2001. Desde las primeras etapas de investigación hasta llegar al mercado, estos productos tendrían que pasar por una serie de pruebas relacionadas con los riesgos ambientales y la seguridad para los humanos. Sin embargo, la normativa dejó en claro que los cultivos hechos mediante procedimientos más antiguos de mutagénesis no eran organismos genéticamente modificados, porque eran “convencionales” y tenían un “largo historial de seguridad”.  El resultado ha sido que en Europa casi no se desarrollan cultivos genéticamente modificados. En 2017 solo se plantaron 131.500 hectáreas en todo el continente.  

En los años posteriores a la publicación de la normativa europea, la ciencia avanzó más allá del ADN recombinante. En vez de insertar un gen de otra especie, los investigadores aprendieron a recortar piezas del ADN de una planta, o incluso rescribir cortos tramos de material genético. En lugar de insertar genes ajenos, los científicos lograron editar de nuevas formas el propio ADN de la planta. Pudieron crear cultivos que producen más, o menos, proteínas a partir de sus propios genes, adquiriendo así características ventajosas.  

Cuando los científicos comenzaron a experimentar con la edición genética en los cultivos, la Unión Europea no ofreció una guía clara. En 2015, un sindicato francés de agricultura y aliados como Amigos de la Tierra acudieron a los tribunales para que se etiquetara a los cultivos editados genéticamente como organismos modificados genéticamente, y que se regularan como tales. Y ahora el TJUE ha respaldado esta posición.   

Dana Perls, la activista principal en alimentos y agricultura de Amigos de la Tierra, elogió al tribunal europeo por esta sentencia, y la defendió citando algunos artículos de revistas científicas que describen la forma en que la CRISPR y otras formas de edición genética pueden alterar accidentalmente otros tramos de ADN en un organismo. Sin embargo, el autor de uno de esos artículos, Jeffrey D. Wolt, catedrático de Agronomía y Toxicología en la Universidad Estatal de Iowa, estaba consternado por el fallo del tribunal de la Unión Europea. “Todo se reduce a las interpretaciones legales de la normativa y no al peso de la ciencia”, afirmó Wolt, para quien resulta importante distinguir la investigación de la CRISPR en plantas y el uso de la edición genética para desarrollar nuevos tratamientos médicos.

Existen muchas oportunidades en los experimentos con plantas para eliminar mutaciones indeseadas, las cuales se están reduciéndose a niveles muy bajos gracias a las investigaciones. Para Wolt no existe una razón científica de peso para considerar que las plantas editadas genéticamente fueran OMG, mientras se eximía a los cultivos creados de la antigua forma, con rayos X y sustancias químicas que producían muchas mutaciones aleatorias a la vez. “Son sutilezas”, afirmó.

No obstante, estrictamente hablando, la postura de Estados Unidos también es contradictoria. Se dice que los cultivos creados con ADN recombinante son organismos genéticamente modificados, ya que se han insertado genes en su ADN. Pero alterar el ADN de una planta con CRISPR aparentemente no es modificación genética, ya que estos cultivos “no se distinguen de los desarrollados mediante métodos tradicionales de desarrollo”, según una declaración emitida en marzo por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos.

Wolt señaló que la única forma de escapar a estas contradicciones sería que las autoridades reguladoras gubernamentales dejaran de concentrarse en la mutagénesis, el ADN recombinante, la CRISPR y otros métodos para hacer nuevos cultivos. “Deberíamos preocuparnos por los productos”, dijo. “Tan pronto como resolvamos favorable o desfavorablemente este conflicto para la CRISPR aparecerá una nueva tecnología y volveremos a tener el mismo problema”.