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Kofi Annan

El sábado murió en Berna, Suiza, Kofi Annan, el primer secretario general de la Organización de las Naciones Unidas nacido en África, y uno de los pocos africanos que obtuvo el Premio Nobel de la Paz. Deja un enorme legado como impulsor del multilateralismo, pero sobre todo como pacificador en el inicio del siglo XXI, marcado por brotes de violencia inédita.

Correspondió al diplomático nacido en Ghana hace 80 años conducir la más importante organización multilateral del orbe en una década que, literalmente, cambió el rumbo de la historia, no tanto por la violencia y las guerras a las que tuvo que hacer frente, cuanto por el hecho de que los ataques del integrismo islámico, comenzando por el trágico atentado a las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001 y la consecuente invasión estadounidense a Irak en 2003, redefinieron la política internacional.

Elegido en 1997 como séptimo secretario general de la ONU luego de dedicar casi toda su vida profesional al organismo, Annan labró su prestigio como un pacificador comprometido con los postulados de la Carta de las Naciones Unidas. Es mérito suyo la revitalización de las agencias de la ONU, así como lo que él llamó una “nueva norma de intervención humanitaria”, caracterizada por denodados esfuerzos no solo por llegar a países en crisis y necesitados de las fuerzas internacionales, sino también por convencer a los cuerpos de decisión, empezando por el Consejo de Seguridad, de la necesidad de intervenir en ellos.

Durante sus dos mandatos, de cinco años cada uno, fueron precedidos por 35 años como oficial de Naciones Unidas en diferentes puestos, pero especialmente por su trabajo como “pacificador” en los conflictos étnicos que se desataron en África y el este de Europa durante los 90. Las grandes masacres ocurridas en lugares como Ruanda o Bosnia lo pusieron en la delicada posición de responsable de no haber evitado tales atrocidades, siendo que, evidentemente, las fuerzas militares de la organización poco podían hacer para detener la violencia.

Como secretario general tuvo que hacer frente a la más importante potencia presente en la Organización, EEUU, cuando decidió, en coalición con otros miembros de la OTAN, invadir Irak, desatando una espiral de violencia que no solo inflamó Medio Oriente sino también costó la vida de servidores de la ONU destinados a esa conflictiva región.

Hoy el mundo lamenta la muerte de un hombre que puso su talento y su notable formación al servicio de las causas más importantes del mundo. Queda su ejemplo, cristalizado en una fundación con sede en Suiza, para seguir ambicionando un mundo donde la paz, y no la guerra, sea la regularidad. No será fácil, pero hombres y mujeres de todo el mundo que comparten esos ideales tienen en su memoria un faro que guíe su acción.