El comunismo estilo soviético podría reconciliarse con la dignidad y la libertad del individuo? En 1968, esta posibilidad se puso a prueba cuando el líder del Partido Comunista de Checoslovaquia, Alexander Dubcek, lanzó un proyecto de liberalización que, en sus palabras, pretendía darle “una cara humana al socialismo”. El resultado fue el renacimiento de la libertad política y cultural que los dirigentes del partido leales a Moscú le habían negado por mucho tiempo al pueblo. Floreció la prensa libre, los artistas y escritores comenzaron a expresar sus ideas, y Dubcek causó alarma en Moscú cuando proclamó que quería crear “una sociedad libre, moderna y profundamente humana”. El nombre que se le dio a esta temporada de florecimiento de la esperanza y el optimismo fue Primavera de Praga. Sin embargo, poco después de surgir, el movimiento cayó aplastado bajo las bandas de los tanques soviéticos T-54.

El 21 de agosto hace 50 años, la invasión de Checoslovaquia encabezada por los soviéticos arrasó con los sueños de los reformadores, quebrantó el espíritu de una nación y dio lugar a una era de opresión cuyos efectos todavía se sienten en nuestros días. Moscú logró restaurar la supremacía del Estado, pero consiguió la victoria a un precio muy alto. Quizá más que cualquier otro acontecimiento de la Guerra Fría, esa invasión reveló ante todo el mundo el grado de totalitarismo del régimen soviético.

Las fotografías de ciudadanos desarmados, de pie frente a columnas de soldados armados hasta los dientes, que rogaban “¡Iván, vuelve a casa!” le dejaron muy claro al mundo que esta ideología tenía que hacerse cumplir a punta de pistola. Le debemos muchas de las imágenes más famosas a Josef Koudelka, quien recorrió las calles con su cámara Exakta, cargada con una película que había recortado del tramo final de otros rollos de película usados.

Las fotografías de Koudelka se sacaron clandestinamente y se publicaron de manera anónima; en los créditos solo aparecía la leyenda “fotógrafo de Praga”. La intimidad y los detalles vívidos de esas fotografías pusieron a los espectadores en las calles de Praga, al lado de los conmocionados y horrorizados ciudadanos, y expusieron las mentiras que circulaban en la propaganda política de Moscú, según la cual los soldados habían sido enviados para restaurar el orden y el pueblo les había dado la bienvenida.

“Fue un momento definitorio”, señaló Jiri Pehe, antiguo asesor político de Václav Havel, el primer presidente de la Checoslovaquia poscomunista y actual director de la Universidad de Nueva York en Praga. “Para el país, se trató de un momento definitorio porque, después del enorme aliento que se dio a las esperanzas de la sociedad y de vivir una explosión de energía creativa, lo aplastaron por completo”, explicó Pehe. “De verdad destruyeron la columna vertebral de la nación”.

Pehe tenía 13 años en ese entonces. Todavía recuerda la conmoción que reinaba en ese momento, y no solo en términos de violencia y caos. “Todavía recuerdo cómo se acercaba la gente a los tanques y a los soldados, cómo les hablaban a esos hombres que ni siquiera sabían dónde estaban y les decían: ‘Es un error terrible. ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué vinieron?’. Éramos unos niños”, prosiguió. “Como al resto de mis compañeros, me inculcaron la idea de que el sistema quizá tenía problemas, pero era humano. Era una idea que taladró en nuestro cerebro. Después de 1968, nunca volvió a ser así. Nos percatamos de que eran solo mentiras”.

En retrospectiva, ahora puede parecer obvio que los países que quedaron atrapados en la esfera de influencia soviética después de la Segunda Guerra Mundial estaban condenados a ser víctimas de la opresión estalinista. Cuando los ciudadanos de algunas naciones dominadas por la Unión Soviética se atrevieron a oponerse al régimen, como sucedió en Alemania del Este en 1953 y en Hungría en 1956, el destino de las rebeliones fue una aplastante derrota.

No obstante, la Primavera de Praga fue diferente. Su propósito no era derrocar al régimen comunista, sino transformarlo. Por desgracia, Moscú percibió los acontecimientos ocurridos en Checoslovaquia como una especie de virus, y temía que se esparciera e infectara a otras naciones del Pacto de Varsovia, según documentos recuperados por un comité de académicos con ayuda del grupo no gubernamental National Security Archive, con oficinas en Washington, y publicados en la colección titulada The Prague Spring ’68.

Al parecer, el dirigente soviético Leonid I. Brezhnev estaba particularmente indignado por las críticas al sistema soviético expresadas en los medios noticiosos, recién liberados y llenos de audacia. Las estaciones de radio y televisión de Praga fueron de los primeros blancos de las tropas invasoras.

Las agencias de inteligencia estadounidenses observaron con preocupación cómo se reunían los soldados cerca de las fronteras de Checoslovaquia, pero la invasión tomó por sorpresa al gobierno del presidente Lyndon B. Johnson. Las naciones de Occidente no pudieron hacer gran cosa. Unos 250.000 soldados de 20 divisiones del Pacto de Varsovia se desplazaron por todo el territorio checoslovaco, y 10 divisiones soviéticas cubrieron las posiciones que dejaron. Como respaldo, contaban con miles de armas nucleares apuntadas hacia Occidente y Europa central. Para los millones de personas que vivieron bajo el control de las fuerzas invasoras en Checoslovaquia, el giro de la esperanza a la desesperación fue tan rápido como traumatizante.

Para las 07.45, según las noticias de esa época, las fuerzas encabezadas por los soviéticos les habían disparado a los civiles desarmados que se habían congregado como señal de protesta. La confusión pronto se convirtió en enojo y desesperación; decenas de miles de ciudadanos, jóvenes y viejos por igual, se reunieron en las grandes plazas de Praga, Bratislava y otras ciudades importantes. No tenían armas, solo una actitud desafiante. Conforme se esparció el caos, algunos intentaron razonar con los soldados, muchos de ellos tan desconcertados como la gente que salía a las calles, pues se les dijo que debían detener una contrarrevolución traicionera y se toparon con el desdén de los ciudadanos.

El episodio más violento ocurrió fuera de la estación de radio de Praga, la única fuente importante de oposición de la ciudad. Para poder continuar con las transmisiones, los manifestantes colocaron autobuses de la ciudad alrededor del inmueble y les prendieron fuego. Cuando los tanques soviéticos arremetieron contra las fortificaciones, varios se prendieron fuego.

No se sabe con precisión cuántos murieron durante la invasión; los cálculos varían entre 80 y varios cientos de personas. Sin embargo, en los meses posteriores, a medida que se arrestaba a más personas y se enviaba a miles a “programas de reeducación” como parte de un esquema de “normalización”, la esperanza dio paso a un ambiente de temor y desafío en el que imperaba una resignación descorazonada.

Europa se encuentra más dividida que en cualquier otro momento desde que concluyó la Guerra Fría. Un gobierno estadounidense que sospecha por naturaleza de las alianzas ha cuestionado la existencia de algunas instituciones que resultaron fundamentales para el orden de la posguerra, como la OTAN. Los acontecimientos de hace 50 años en Praga nos recuerdan cuán frágiles son los sistemas que hemos creado para protegernos de la guerra y la tiranía.