La historia oficial
El Gobierno de Estados Unidos ha decidido arremeter contra la Corte Penal Internacional, con sede en La Haya.
Con mucha razón, Franz Oppenheimer, maestro de Ludwig Erhard Albert y discípulo de Jay Nock, rechazó la idea del supuesto contrato “social”, de John Locke, coactivamente impuesto sobre ciudadanos que no sabían de su existencia al nacer, afirmando en su libro Der Staat (1908) que “El Estado (…) es una institución social, forzada por un grupo victorioso de hombres sobre un grupo vencido”, el cual impone su monopolio de la violencia en un territorio dado. Y por ello es destructivo, ya que la violencia es siempre destructiva, como ya lo analizaron los filósofos griegos, incluido Aristóteles. Por esto, y no por otra cosa (ni por ideología ni por cuestiones de fe), debe disminuirse el peso del Estado.
Como “fotografía” actual de esta realidad, Rusia ha dejado en claro que la ley internacional es la fuerza, al iniciar las mayores maniobras militares de su historia (incluida la de la Unión Soviética), que transcurrirán del 11 al 17 de septiembre con la participación de China y unidades de Mongolia. Cerca de 300.000 uniformados, 1.000 aviones, helicópteros, aparatos volantes no tripulados, 80 buques, 36.000 tanques y otros tipos de transporte formarán parte de estas maniobras.
Así, la “historia” que suelen imponer los gobiernos en los planes “educativos” obligatorios es el relato oficial, cuando en realidad la historia debería ser el relato del progreso humano civil. De igual manera, las guerras oficiales supuestamente siempre han sido “liberadoras” y sus enemigos, delincuentes; a tal punto que por ejemplo ya en 1919, luego de la Primera Guerra Mundial, los victoriosos quisieron juzgar al káiser Guillermo II. Posteriormente sí prosperaron tribunales en Núremberg y Tokio para juzgar a los criminales de guerra de Alemania y Japón, finalizada la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, no se juzgaron los crímenes cometidos por los aliados, como el bombardeo de civiles en Dresde y otras ciudades alemanas, o el uso de bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, ni las violaciones masivas cometidas mayormente por militares soviéticos, pero también por los ejércitos aliados.
En los albores de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) —es decir, de los oficialistas unidos—, el Consejo de Seguridad recomendó una corte permanente de justicia. La idea no prosperó hasta después de los genocidios registrados en Yugoslavia (1991-1995) y en Ruanda (1994). Entonces se celebró en 1998 en Roma una conferencia diplomática sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional (CPI).
Ahora, el Gobierno de Estados Unidos ha arremetido contra la CPI, amenazando con sanciones a los magistrados de este tribunal internacional situado en La Haya si continúan con la investigación sobre presuntos crímenes de guerra cometidos por soldados y personal de inteligencia estadounidenses en Afganistán. La Administración Trump estudia prohibir a los jueces y fiscales la entrada a Estados Unidos, procesarlos en la justicia estadounidense o imponer sanciones a fondos que pudieran tener en su sistema financiero. Las sanciones se extenderían a cualquier empresa o Estado que colabore con la CPI contra ciudadanos estadounidenses.
Adicionalmente, el Gobierno de Estados Unidos planea dar pasos en el Consejo de Seguridad de la ONU para restringir los poderes de la CPI, incluyendo que no ejerzan su jurisdicción sobre los estadounidenses y los nacionales de aliados que no hayan ratificado el Estatuto de Roma. Durante el primer mandato de George W. Bush, Estados Unidos no ratificó este estatuto que creó la CPI (tampoco lo hizo Israel), tribunal internacional que cuenta con 123 Estados firmantes y cuya supuesta misión es llevar ante la Justicia a los autores de crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio.