En tiempos normales, el anuncio de Donald Trump sobre su intención de imponer aranceles por un valor de 200.000 millones de dólares a las mercancías chinas, acercándonos a una guerra comercial plena, habría dominado los titulares durante días. Pero tal y como están las cosas, la noticia ha pasado desapercibida, ahogada por todos los demás escándalos que hay en marcha.

Sin embargo, los aranceles de Trump son realmente un asunto gordo, y malo. Su impacto económico directo será moderado, aunque ni mucho menos trivial. Pero las cifras no lo son todo. La política comercial trumpiana ha destruido, casi alegremente, las reglas que el propio Estados Unidos creó hace más de 80 años; reglas pensadas para garantizar que los aranceles reflejasen las prioridades del país, no el poder de intereses especiales. Podría decirse que Trump vuelve a corromper los aranceles. Y el daño será duradero.

Hasta la década de 1930, la política comercial estadounidense era sucia y disfuncional. Los aranceles en general no solamente eran elevados, sino que además el grado de protección arancelaria y a quién se le imponía se decidía mediante una batalla campal de regateo entre intereses especiales. Los costes de este tira y afloja iban más allá de la economía: debilitaron la influencia de Estados Unidos y perjudicaron al mundo en su conjunto. Lo que resulta más significativo es que, tras la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos exigió a los países europeos que pagasen sus deudas de guerra, lo que significaba que éstos debían obtener dólares a través de sus exportaciones, pero al mismo tiempo Estados Unidos impuso unos aranceles elevados que bloqueaban esas exportaciones obligadas.

Pero el juego cambió en 1934, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt  introdujo la Ley de Acuerdos Comerciales Recíprocos. En lo sucesivo, los aranceles debían negociarse mediante acuerdos con gobiernos extranjeros, lo que despertó en los sectores exportadores un interés por los mercados abiertos. Y estos acuerdos tenían que ser sometidos a una votación en el Congreso o en el Senado, reduciendo así la capacidad de los grupos de interés para comprar un tratamiento especial. Esta innovación estadounidense se convirtió en el patrón de un sistema comercial mundial que culminó en la Organización Mundial de Comercio (OMC). Y la política arancelaria dejó de ser famosamente sucia y se convirtió en extraordinariamente limpia.
Ahora bien, los creadores de este sistema sabían que necesitaba cierta flexibilidad para seguir siendo políticamente viable. De modo que a los gobiernos se les otorgó el derecho a imponer aranceles en un conjunto limitado de circunstancias: para dar a algunos sectores tiempo para adaptarse a un aumento de las importaciones, para responder a prácticas extranjeras injustas, o para proteger la seguridad nacional. Y en Estados Unidos, el poder de imponer estos aranceles especiales recayó en el Poder Ejecutivo, con la condición de que ejerciera esta competencia de manera moderada y juiciosa.

Y entonces llegó Trump. Hasta ahora, el Presidente ha impuesto aranceles a importaciones estadounidenses valoradas en 300.000 millones de dólares, con tasas que pueden llegar hasta el 25%. Aunque él y su equipo siguen afirmando que es un impuesto a extranjeros, es de hecho una subida de impuestos para Estados Unidos. Y puesto que la mayor parte de los aranceles se aplican a materias primas y otros insumos para las empresas, la política probablemente tendrá un efecto paralizador en la inversión y en la innovación.

Pero el puro impacto económico no es más que una parte de la historia. La otra es la perversión del procedimiento. Hay normas acerca de cuándo puede un presidente imponer aranceles; Trump ha cumplido, a duras penas, la letra de esas normas, pero se ha burlado de su espíritu. ¿Bloquear las importaciones de Canadá en nombre de la seguridad nacional? ¿De verdad?

Incluso el gran anuncio sobre China, supuestamente como respuesta a las prácticas comerciales injustas, fue básicamente un amaño. China es a menudo un mal actor en la economía internacional. Pero se supone que este tipo de arancel de represalia debe responder a políticas concretas y ofrecer al país afectado una forma clara de satisfacer las exigencias estadounidenses. Lo que Trump ha hecho, por el contrario, es atacar basándose principalmente en una vaga sensación de agravio, sin final a la vista.

En otras palabras, en lo que a aranceles se refiere, como respecto a muchas otras cosas, Trump básicamente ha suspendido el sistema de derecho y lo ha sustituido por sus caprichos personales. Y esto tendrá dos consecuencias desagradables. En primer lugar, abre la puerta a la corrupción de siempre. Como ya he dicho, la mayoría de los aranceles afectan a los insumos de las empresas, y algunas están recibiendo un trato especial. Por consiguiente, se han impuesto aranceles considerables a la importación de acero, pero a algunos consumidores de acero (incluida la filial estadounidense de una empresa rusa sancionada) se les ha concedido el derecho a importar acero sin pagar aranceles.

¿Cuáles son, entonces, los criterios de estas exenciones? Nadie lo sabe, pero hay muchas razones para creer que se ha desatado el favoritismo político. Aparte de eso, Estados Unidos ha echado por la borda su credibilidad negociadora. En el pasado, los países que firmaban acuerdos con Estados Unidos creían que un trato es un trato. Ahora saben que, por muchos documentos que Estados Unidos firme concediéndoles acceso a sus mercados, el Presidente no dudará en bloquear sus exportaciones, basándose en razones capciosas, siempre que le venga en gana.

En resumen, aunque es posible que los aranceles de Trump no sean tan grandes (todavía), ya nos han convertido en un socio no fiable, un país cuya política comercial está guiada por el amiguismo político, y que tiene muchas probabilidades de incumplir sus promesas siempre que le parezca conveniente. Por alguna razón, no creo que esto vuelva a hacer grande a Estados Unidos.

* es premio Nobel de Economía. © The New York Times Company, 2018. Traducción de News Clips.