Preferiría jugar
¿Hasta qué punto los seres humanos somos dueños de nuestro destino? ¿Cuántas veces nos encontramos en el jardín de los senderos que se bifurcan y elegimos el camino correcto? ¿Cuántas no? Si tuviera que volver a nacer y elegir, por supuesto que evitaría cometer muchos errores, sobre todo los que dañaron a otras personas, en particular a aquellas que quería, e incluso a algunas aún quiero; pero en lo central volvería a elegir el mismo camino, las mismas luchas, la misma entrega, las mismas pasiones y esa búsqueda permanente de la verdad, del bien común, de la felicidad.
He ganado y he perdido en este camino. Siento haber realizado mi vida, pero también he tenido que decir adiós demasiadas veces. Hace ya rato que me he prometido una columna sobre los amigos que perdí, los que fueron quedándose en el camino, con aquellos que nos dijimos adiós. Y fíjese qué curioso, en casi todos los casos fue la política la piedra de ruptura. No hablo de amores, que eso es harina de otro costal.
Éramos adolescentes cuando comenzamos a militar en la izquierda con M. y habíamos decidido entrar juntos al trotskismo, entonces provino el primer sisma. Él decidió ser guevarista y me expulsó del grupo de amigos que teníamos: el 32 de febrero. Me acuerdo como si fuera anteayer que juntos lloramos en los jardines de colegio diciéndonos adiós. Arrogante como solo se puede ser de joven y creyéndome dueño de la verdad, dije que no me importaba, porque al final la revolución era mi prioridad. Vinieron otras rupturas, incluso con amigos periodistas con los que compartí ideas y sueños, y un día decidieron migrar a la orilla del frente. Y ya se sabe que nadie te golpea más que el exconverso.
Pienso en eso cuando recapitulo lo que debería haber hecho y lo que no, y recuerdo la frase del periodista Jhon Reed: “En cuanto a mí respecta, no sé qué ayuda pueda prestar; no lo sé todavía. Solo sé que mi felicidad se edifica en la miseria de otros, que como porque otros pasan hambre, que estoy vestido cuando otras personas andan casi desnudas en las heladas ciudades del invierno; y ese hecho me envenena, turba mi seguridad, me hace escribir propaganda cuando preferiría jugar”.
Reed es el único no ruso enterrado en el Kremlin. Su tumba está a pocos pasos del sarcófago de Lenin. Estudiante aventajado de Harvard, abrazó las ideas de cambio y fue cronista de las revoluciones de México y de Rusia. Su obra Diez días que conmovieron al mundo está entre las más usadas en clases de periodismo del planeta. Y él quería jugar, pero eligió entregar su vida por los demás. Yo quería ser profesor de literatura, y aquí me tiene, sintiendo a Bolivia en mis venas, sabiendo que es el país de mis desvelos y de mis luchas.
* Periodista.