Riesgos
El arte de la política implica, en buena medida, gestionar constantemente el riesgo del fracaso.
No es posible conocer de antemano el resultado de las decisiones humanas. La política se construye siempre en medio de incertidumbres. Suele ser mejor asumir riesgos a quedar atrapados en la indecisión. Pero eso no nos exime de asumir la responsabilidad acerca de los impactos de nuestras acciones y sobre todo de aprender de ellas.
La decisión de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) sobre la demanda marítima boliviana ha generado tristeza y desazón en el país. El análisis de las razones del fallo y de sus implicaciones para la política exterior futura están aún pendientes y requieren de una reflexión serena y cuidadosa de todos los actores políticos y sociales del país.
Es, sin embargo, interesante notar la rapidez con la que surgen los habituales estrategas de los hechos consumados afirmando haber sabido desde el inicio que el proceso no iba a concluir favorablemente para los intereses del país. Siempre será más fácil llamar la atención sobre los malos cálculos de cualquier decisión si ya se conocen sus resultados. En esos trajines, tendemos a olvidar la naturaleza incierta de cualquier decisión humana. Justamente el arte de la política implica, en buena medida, gestionar constantemente el riesgo del fracaso cuando se decide actuar. Un buen político buscará reducir esos riesgos, pero no debería aspirar nunca a cancelarlos totalmente, sería ingenuo si piensa de esa manera.
Maquiavelo se refería a la “virtud y la fortuna” como los elementos que van configurando el devenir de la política. El buen líder precisa tener y ejercer ciertas capacidades de lectura de la realidad y de manejo de los riesgos de la coyuntura para lograr sus objetivos, pero aun siendo eficiente en esa tarea, de todas maneras seguirá siendo rehén de la providencia. Es decir, nunca podrá controlar todo ni garantizar al 100% un resultado positivo.
En consecuencia, al menos intentemos ser indulgentes con la audacia que demostraron los protagonistas del proceso judicial que nos llevó a La Haya. Sin asumir grandes riesgos, que implica la posibilidad de perder, hubiera sido difícil aspirar a un resultado diferente a los que vamos cosechando desde hace más de un siglo en esta cuestión. Más allá del ingrato desenlace, se deben rescatar actitudes de este tipo para cualquier estrategia futura.
Ahora bien, ni el elogio ni la osadía deberían llevarnos a desconocer las responsabilidades de unos y otros, que deben absolverse sin excesos y con objetividad. Tampoco debemos olvidarnos de diseccionar los factores que no pudieron o eran imposibles de controlar, los enfoques que se mostraron a la postre insuficientes, e incluso las nuevas pistas que aparecieron durante estos años de ajetreadas gestiones.
La vida sigue. No dejemos de lado nuestras aspiraciones ni tampoco nuestra capacidad de arriesgarnos; sigamos aprendiendo y, sobre todo, procuremos incrementar nuestros conocimientos y recursos para lograr aquello que tanto ansiamos.