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Trump y la aristocracia del fraude

/ 14 de octubre de 2018 / 04:00

Resulta que puedo haber cometido una injusticia con Donald Trump. Verán, siempre he tenido mis dudas cuando afirma que es un gran negociador. Pero lo que acabamos de descubrir es que sus dotes para la negociación se desarrollaron pronto. De hecho, era tan increíble que ya a muy temprana edad ganaba $us 200.000 anuales, en dólares actualizados. Más concretamente, eso es lo que ganaba a los tres años. A los ocho, ya era millonario. Por supuesto, el dinero venía de su padre, que pasó décadas evadiendo los impuestos que legalmente debía pagar por el dinero donado a sus hijos.

El popular reportaje de The New York Times sobre la historia de fraude de la familia Trump hace referencia realmente a dos tipos de fraudulencia distintos, pero relacionados. Por un lado, la familia se embarcó en un fraude fiscal a enorme escala, empleando una gran variedad de técnicas de lavado de dinero para evitar pagar lo que debía. Por otro lado, la historia que Donald Trump cuenta sobre su vida (el retrato que pinta de un empresario hecho a sí mismo que llegó a multimillonario partiendo de unas raíces humildes) siempre ha sido mentira: no solo heredó su fortuna y recibió de su padre el equivalente a 400 millones de dólares, sino que Fred Trump le echaba un cable cuando los negocios le salían mal.

De estas revelaciones se deduce que a los seguidores de Trump que imaginan haber encontrado un adalid sin pelos en la lengua que drenará la ciénaga y utilizará su agudeza empresarial para devolver a EEUU su grandeza les han engañado, y a lo grande. Pero el cuento del dinero de Trump es parte de una historia más larga. Incluso los que no están satisfechos con la idea de que vivimos una era de desigualdad en aumento y concentración de riqueza en lo más alto han tendido a creer que las grandes fortunas se han obtenido, en la mayoría de los casos, de manera más o menos honrada. Solo ahora hemos empezado a prestar atención a la enorme corrupción y a la ilegalidad que sostienen nuestro avance hacia la oligarquía.

Intuyo que hasta hace poco la mayoría de los economistas, incluidos los expertos en temas fiscales, habrían aceptado que la elusión de impuestos de las empresas y de los ricos, que es legal, era un gran problema, pero que la evasión de impuestos (esconder dinero del fisco) no estaba tan extendida. Resultaba evidente que algunos ricos estaban aprovechando lagunas legales, aunque moralmente dudosas, del Código Tributario, pero la opinión imperante era que el fraude descarado a las autoridades tributarias, y en consecuencia a la ciudadanía, no estaba tan extendido en los países avanzados.

Pero esta opinión siempre ha descansado sobre cimientos poco sólidos. Después de todo, la evasión de impuestos no aparece, casi por definición, en las estadísticas oficiales, y los superricos no tienen la costumbre de ir pregonando lo bien que se les da evadir impuestos. Para hacernos una idea real de cuánto fraude se produce, o bien hay que hacer lo que hizo The New York Times (investigar exhaustivamente las finanzas de una familia concreta) o bien confiar en golpes de suerte que hagan aflorar lo que antes estaba oculto.

Hace dos años, nos llegó un enorme golpe de suerte en forma de Papeles de Panamá, un tesoro de datos filtrados de una empresa panameña especializada en ayudar a la gente a ocultar su riqueza en paraísos fiscales. Si bien los detalles desagradables revelados por estas filtraciones llegaron a los titulares de inmediato, su verdadera importancia solo ha quedado clara con el trabajo de Gabriel Zucman y sus colaboradores de Berkeley, en cooperación con las autoridades fiscales escandinavas.

Cruzando información de los Papeles de Panamá y otras filtraciones con los datos fiscales nacionales, estos investigadores descubrieron que la evasión de impuestos directa está muy generalizada en las altas esferas. Los verdaderamente ricos acaban pagando un tipo fiscal efectivo mucho menor que los meramente ricos, no debido a las lagunas de las leyes tributarias, sino porque incumplen la ley. Los investigadores detectaron que los contribuyentes más ricos pagan de media un 25% menos de lo que deben, y cómo no, muchos individuos pagan todavía menos. Es una cifra muy elevada. Si los ricos de EEUU evaden dinero en la misma escala (algo que casi con toda seguridad hacen), es probable que le cuesten al Estado aproximadamente tanto como el programa de cupones alimenticios. Y también usan la evasión fiscal para blindar su privilegio y legárselo a sus herederos, que es la verdadera historia de Trump.

La pregunta evidente es, qué hacen nuestros representantes respecto a esta epidemia de fraude. Pues bien, los republicanos llevan años con el caso: han ido retirándole sistemáticamente financiación al Servicio de Rentas Internas, lo que ha debilitado su capacidad para investigar el fraude fiscal. No solo estamos gobernados por defraudadores fiscales; tenemos un gobierno de defraudadores fiscales para defraudadores fiscales. Por tanto, lo que estamos aprendiendo es que la historia de lo que está ocurriendo en nuestra sociedad es aún peor de lo que creíamos. Y no es solo que el Presidente de EEUU sea, como dijo David Cay Johnston (un periodista experto en temas fiscales), un “vampiro financiero” que engaña a los contribuyentes de la misma manera que engaña prácticamente a cualquiera que trate con él.

Más allá de eso, nuestra tendencia a la oligarquía (el gobierno de unos pocos) cada vez se parece más a una kakistocracia: el gobierno de los peores, o al menos de los que menos escrúpulos tienen. La corrupción no es sutil; por lo contrario, es más cruda de lo que casi cualquiera hubiera podido imaginar. También es profunda, y ha infectado nuestra política, literalmente, hasta sus niveles más altos.

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El triunfo de la hipocresía fiscal en EEUU

/ 16 de febrero de 2020 / 09:38

La campaña del presidente Donald Trump por la reelección se centrará en que ha hecho grandes cosas por la economía. Y seamos sinceros: la economía estadounidense va viento en popa hoy en día. El crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) y del empleo ha sido bueno, aunque no espectacular; de hecho, la tasa de desempleo se acerca al mínimo histórico.

Pero se aprecian algunas sombras. Las mejoras económicas han estado desequilibradas, con un gran aumento de los beneficios obtenidos por las empresas, que refleja principalmente las gigantescas rebajas de impuestos; mientras que los trabajadores no han experimentado mejoras comparables (y el aumento de los ingresos de los trabajadores con salarios más bajos se ha visto impulsado en parte por la subida del salario mínimo en los estados demócratas). Asimismo, las enormes mejoras de la cobertura sanitaria durante el mandato del presidente Barack Obama se han interrumpido o han retrocedido, y se ha producido un fuerte aumento del número de estadounidenses que afirman que retrasan el tratamiento médico debido al coste que éste supone.

Así y todo, la estadounidense actualmente es en efecto una economía fuerte. Pero si preguntamos qué hay detrás de esa fortaleza, la principal respuesta es una explosión del déficit presupuestario federal, que superó el billón de dólares el año pasado. Y el relato de cómo ha sucedido esto permite deducir implicaciones profundamente inquietantes para el futuro de la política estadounidense.

Regresemos por un instante a principios de 2009, cuando la economía estaba implosionando y necesitaba ayuda en forma de gasto deficitario. El gobierno de Obama propuso de hecho un significativo plan de estímulos, pero era demasiado pequeño en relación con el tamaño del problema, en gran medida porque el Gobierno Federal quería obtener el apoyo de los dos partidos y no estaba dispuesto a recurrir a la reconciliación para eludir a los obstruccionistas.

No digo esto a toro pasado. En enero de 2009, yo estaba prácticamente tirándome de los pelos por la insuficiencia del estímulo, y advertí de que se produciría un escenario en el que “aunque el plan limite el aumento del desempleo, las cosas seguirán bastante mal, con una tasa de desempleo que alcanzará un máximo en torno al 9% y que solamente descenderá poco a poco. Y entonces Mitch McConnell dirá, “Ven, el gasto público no funciona”. Y cómo no, eso es exactamente lo que ocurrió.

Después, en 2010, los republicanos consiguieron el control de la Cámara de Representantes y estaban en posición de obligar a Obama a años de recortes de gastos que ejercieron un significativo lastre en el crecimiento económico. Este lastre no fue suficiente para impedir una recuperación económica sostenida, pero la recuperación podría y debería haber sido mucho más rápida. No había razones económicas que nos impidieran haber vuelto al pleno empleo, digamos, en 2013. Y sin embargo, por culpa en parte de la austeridad fiscal, la tasa media de desempleo de ese año seguía manteniéndose por encima del 7%.

Pues bien, los republicanos afirmaban que exigían recortes de gastos porque les preocupaba el déficit presupuestario. Y los medios informativos, siento decirlo, se tragaron el relato de que los déficits eran nuestro problema más importante —abandonando las habituales convenciones de neutralidad— y se tomaron al pie de la letra las declaraciones de probidad fiscal por parte de los republicanos. Por cierto, ¿qué ha pasado con los cascarrabias del déficit que tanto destacaron durante los años de Obama? Están extrañamente calladitos ahora.

De todas formas, siempre fue evidente para cualquiera que prestase verdadera atención que Paul Ryan y otros como él eran hipócritas fiscales, que en cuanto un republicano ocupara la Casa Blanca perderían repentinamente todo interés por los déficits. Y así ha sido. Como he dicho, el déficit presupuestario se ha disparado por encima del billón de dólares durante el gobierno de Trump, frente a los menos de 600.000 millones de dólares del último año de Obama. La mayor parte de ese aumento puede atribuirse a las políticas de Trump, principalmente a la rebaja fiscal cuya aprobación se logró en el Congreso usando la misma táctica hiperpartidista que Obama evitó en 2009.

En cierto modo, lo sorprendente del festín deficitario de Trump es que no haya estimulado la economía aún más, un fallo que puede atribuirse a su mal diseño. Al fin y al cabo, las rebajas del impuesto de sociedades, que son lo que más ha impulsado la subida del déficit, no han servido para aumentar la inversión empresarial que, de hecho, ha descendido en el último año.

Y mientras que el estímulo de Obama incluía significativas inversiones en el futuro, contribuyendo en particular a fomentar un progreso revolucionario en energías verdes, Trump no ha desembolsado ni un céntimo de lo prometido para reconstruir la infraestructura estadounidense.

Aun así, los déficits de la Administración republicana han dado a la economía —y a la fortuna política de Trump— un empujón a corto plazo. Y ese hecho debería preocuparnos, y mucho. Los republicanos utilizaron la excusa de que les preocupaba la responsabilidad fiscal para emprender en la práctica un sabotaje económico mientras hubiera un demócrata en la Casa Blanca. Luego, abandonaron la excusa y abrieron los grifos del gasto tan pronto como tuvieron a uno de los suyos en el poder.

Y lejos de pagar un precio por su hipocresía y el doble discurso, los republicanos están siendo recompensados políticamente. Las inferencias para la estrategia de los partidos son claras: el cinismo máximo es la mejor política. Obstruye, perturba y perjudica la economía todo lo posible, desplegando todas las excusas hipócritas que pienses que convencerán a los medios, cuando el otro partido tenga la presidencia. Después, abandona toda preocupación por el futuro y compra votos cuando vuelvas a tener el control.

Por la razón que sea, los demócratas no han querido o no han podido comportarse tan cínicamente. Los republicanos, sin embargo, sí. Y si Trump sale reelegido, ese cinismo asimétrico será la principal razón.

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La nueva conspiración contra el Obamacare

/ 21 de julio de 2019 / 00:00

La Ley de Atención Sanitaria Asequible (ACA, por sus siglas en inglés) fue una reforma imperfecta e incompleta. Los compromisos políticos necesarios para sacarla adelante en el Congreso estadounidense crearon un sistema complejo que dejaba fuera a demasiada gente. Su financiación también era insuficiente, y por eso, los copagos son a menudo dolorosamente elevados. Y la ley ha sido saboteada por los gobiernos estatales controlados por el Partido Republicano, y desde 2017, por la Administración Trump.

Sin embargo, a pesar de todo eso, el programa, también conocido como Obamacare, ha mejorado enormemente las vidas de muchos estadounidenses, y, en muchos casos, ha salvado vidas que de otra manera se habrían perdido por una atención sanitaria inadecuada. Los progresos han sido más espectaculares en los Estados que han intentado que funcione la ley. Antes de que la ACA entrase en vigor, el 24% de los adultos californianos que eran demasiado jóvenes para disfrutar del programa Medicare (que brinda atención sanitaria para personas de más de 65 años o con discapacidades) no estaban asegurados. Actualmente esa cifra ha descendido hasta el 10%. En West Virginia los no asegurados pasaron del 21% al 9%. En Kentucky, cayeron del 21% al 7%. En general, aproximadamente 20 millones de estadounidenses que no habrían tenido seguro sanitario sin la Ley de Atención Sanitaria Asequible ahora lo tienen.

Por otro lado, ninguna de las alarmantes predicciones que hicieron los conservadores sobre este programa se ha cumplido. No hundió el presupuesto, y, de hecho, los déficits han disminuido de manera constante incluso cuando la ACA entró en vigor. No ha disuadido a los trabajadores de aceptar trabajos (el empleo de los estadounidenses entre 25 y 54 años vuelve a ser como antes de la crisis económica).

Y a pesar de los denodados esfuerzos de Donald Trump por socavarlo, el sistema no está en una “espiral mortal” porque las aseguradoras ganan dinero y las primas se han estabilizado. En resumidas cuentas, el Obamacare es un éxito. Y los ciudadanos estadounidenses desaprueban en gran medida los intentos republicanos de destruirlo, que se podría decir que es la principal razón por la que a los demócratas les fue tan bien en las elecciones de mitad de mandato.

Pero los republicanos siguen odiando la idea de ayudar a los estadounidenses a recibir la atención sanitaria que necesitan. Siguen decididos a destruir los avances que hemos conseguido. Y por si no se han dado cuenta, el Partido Republicano actual no cree que la voluntad de los votantes deba determinar la política, o que el Estado de derecho tal como se entiende normalmente deba limitar los esfuerzos de la derecha para conseguir lo que quiere.

Lo que me lleva a la demanda federal que actualmente se ventila ante el Tribunal de Apelación del Quinto Circuito, una demanda interpuesta por los fiscales generales de 18 Estados, y respaldada por el gobierno de Trump. Esta demanda afirma que la Ley de Atención Sanitaria Asequible es inconstitucional y debería anularse. Los argumentos de los demandantes son claramente engañosos y han sido planteados con evidente mala fe. Pero un juez de un tribunal inferior ya se ha pronunciado a favor de la demanda, y los primeros indicios dan a entender que los dos jueces nombrados por los republicanos del tribunal compuesto por tres jueces que estudia el recurso podrían estar de acuerdo.

Pero, esperen, ¿no hemos vivido esto ya antes? Sí. En 2012, el Tribunal Supremo dictaminó que el Obamacare era efectivamente constitucional. En un litigio fundamental, la constitucionalidad de la obligación personal (el requisito de que las personas estén aseguradas o paguen una multa), el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, dictaminó que la multa constituía un impuesto, y que los impuestos son claramente constitucionales. Por tanto, la ley se mantuvo.

Entonces, ¿por qué se está volviendo a pleitear por esto? Bueno, en 2017, el Congreso controlado en aquel entonces por los republicanos, después de resistirse a revocar la ACA, redujo la multa por no estar asegurado a cero dólares, lo que eliminaba de hecho la obligación. Ajá, dijeron los que se oponían a la ley: como ya no se recauda dinero con la obligación, no es un impuesto, luego, es inconstitucional, y por tanto, toda la Ley de Atención Sanitaria Asequible también lo es.

Hasta donde yo sé, una amplia mayoría de expertos legales considera que este argumento es ridículo. Después de todo, afirma que la ACA sería constitucional si el Congreso hubiese eliminado explícitamente la obligación, en vez de convertirla simplemente en irrelevante. La ley también sería constitucional si se hubiese mantenido una multa positiva, por muy pequeña que fuese, por ejemplo un dólar, porque entonces seguiría siendo un impuesto.No soy abogado, pero estoy bastante seguro de que si un argumento legal tiene consecuencias absurdas, es un argumento absurdo. Sin embargo, como he dicho, un juez republicano ya ha dictaminado a favor de esta estupidez, y parece al menos posible que dos de los jueces del tribunal de apelación sigan su ejemplo. Incluso si lo hacen, el caso se recurrirá ante el Tribunal Supremo, que probablemente rechazará la demanda. Pero pocos se habrían imaginado que llegase lo lejos que ha llegado.

Yo diría que lo que estamos viendo tiene dos consecuencias importantes. La primera es que el partidismo de la derecha ya ha corrompido gran parte del Poder Judicial. A estas alturas, está claro que hay muchos jueces que se pronunciarán a favor de lo que quiera el Partido Republicano, independientemente de lo débiles que sean los argumentos legales.

La segunda es que, aunque el Obamacare forme parte ahora del tejido de la vida estadounidense, y aunque muchos de sus beneficiarios sean votantes republicanos piensen en su número en Kentucky y en West Virginia, Trump y su partido están más decididos que nunca a acabar con la Ley de Atención Sanitaria Asequible. Y lo que esto significa a su vez es que las elecciones de 2020 serán otro referéndum sobre la atención sanitaria. Si usted es un estadounidense que padece una enfermedad preexistente, o que no tiene un trabajo con beneficios sanitarios, debería saber que si Trump resulta reelegido, de una manera o de otra, le quitará su seguro sanitario.

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Privatización, amiguismo y acuerdos comerciales

/ 16 de junio de 2019 / 00:00

Todos los que han seguido la visita de Donald Trump a Reino Unido seguramente tienen una escena preferida del desastre diplomático. Pero el momento que más ha contribuido a envenenar las relaciones con nuestro tradicional aliado europeo —y a truncar cualquier posibilidad que hubiese de alcanzar el “tremendo acuerdo comercial” con el Reino Unido que Trump pretendía ofrecer— fue la aparente insinuación de Trump de que ese convenio implicaría abrir el Servicio Nacional de Salud británico (NHS, por sus siglas en inglés) a las empresas privadas estadounidenses.

Tal proposición dice mucho sobre las cualidades de nuestro Presidente, sobre quien lo mejor que alguien puede decir en su defensa es que no sabe de qué está hablando. Sin embargo, sí que sabe qué es el Servicio Nacional de Salud británico, solo que no entiende cuál es su función en la vida del Reino Unido. Al fin y al cabo, el año pasado tuiteó que los británicos se manifestaban en las calles para protestar contra un sistema sanitario que “iba a la quiebra y no funcionaba”. En realidad, las manifestaciones eran a favor del NHS y demandaban más financiación pública.

Pero olvidémonos de lo que le pasaba al Presidente por la cabeza y centrémonos en el hecho de que ningún político estadounidense, y Trump menos que ninguno, tiene derecho a dar consejos a otros países sobre la atención sanitaria. Tenemos el sistema sanitario que peor funciona del mundo avanzado, y Trump está haciendo todo lo posible para deteriorarlo aún más. Resulta que los sistemas sanitarios británico y estadounidense se encuentran en los dos extremos de un espectro definido por las funciones relativas del sector privado y del público.

Aunque la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible (conocida como Obamacare) amplió la cobertura y aumentó el papel de Medicaid (la asistencia de salud para personas sin recursos), la mayoría de los estadounidenses siguen contratando seguros médicos (si es que los tienen) con empresas privadas, y reciben atención sanitaria en hospitales y clínicas con ánimo de lucro. En otros países, como Canadá, el Gobierno paga las facturas, pero los centros sanitarios son privados. Sin embargo, Reino Unido tiene una medicina verdaderamente socializada: el Gobierno es propietario de los hospitales y paga a los médicos.

Entonces, ¿cómo funciona ese sistema? Mucho mejor que en los sueños de la filosofía conservadora. En primer lugar, las facturas médicas no son un problema para las familias británicas. No tienen que preocuparse por arruinarse por el costo de un tratamiento o por tener que renunciar a la atención básica porque no pueden permitirse los pagos de los tratamientos.

Podrían pensar que proporcionar este tipo de cobertura universal es prohibitivamente caro. Sin embargo, en realidad, Gran Bretaña gasta menos de la mitad por persona en atención sanitaria de lo que se paga en Estados Unidos. ¿Es buena la atención sanitaria? A juzgar por los resultados, sí. Los británicos tienen una esperanza de vida más alta que los estadounidenses, una mortalidad infantil mucho más baja, y también una “mortalidad relacionada con la atención sanitaria” mucho más baja. ¿Significa esto que Estados Unidos debería adoptar un sistema como el británico? No necesariamente.     Resulta que existen muchas maneras de prestar una atención sanitaria universal: el sistema canadiense de pagador único también funciona, como también lo hacen los sistemas en los que hay competencia entre prestatarios privados, como en Suiza, siempre que el Gobierno haga un buen trabajo a la hora de regular y proporcione ayudas adecuadas para las familias de rentas bajas.

Sin embargo, el Servicio Nacional de Salud británico funciona correctamente. Tiene sus problemas —¿qué sistema no los tiene? — pero hay razones para que a los británicos les encante. Ahora bien, mi experiencia a la hora de tratar con conservadores en temas relacionados con la atención sanitaria es que simplemente se niegan a creer que los sistemas de otros países funcionen mejor que el de Estados Unidos. Su ideología dice que el sector privado siempre es mejor que el Gobierno, y esto pesa más que cualquier evidencia.

De hecho, les lleva a rechazar las partes de nuestro sistema gestionadas por el Gobierno que funcionan bastante bien. Lo que me lleva a la razón por la que Trump es la última persona que debería criticar al NHS.

Verán, Estados Unidos tiene su propia versión en miniatura del NHS: la Administración Sanitaria de los Excombatientes (VHA) perteneciente al Departamento de Asuntos de los Excombatientes, que gestiona una red de hospitales y clínicas. Y al igual que el Servicio Nacional de Salud británico, el VHA funciona bastante bien.

Algunos de ustedes probablemente se muestren incrédulos, porque han oído cosas terribles sobre la Administración Sanitaria de los Excombatientes, como las historias sobre su enorme ineficacia y las largas esperas para recibir un tratamiento. Pero existe una razón por la cual han oído estas historias: han sido difundidas por políticos y organizaciones de derechas que se aprovechan de los casos problemáticos para utilizarlos como parte de su campaña para privatizar el sistema.

Según estudios independientes, lo cierto es que, por lo general, los tiempos de espera del VHA son inferiores a los del sector privado, y sus hospitales prestan una mejor atención sanitaria. Sin embargo, este buen historial podría cambiar pronto. Históricamente, la política de la Administración Sanitaria de los Excombatientes, como la política del NHS, la han establecido en gran parte los profesionales médicos. Pero una noticia publicada el año pasado por ProPublica revelaba que gran parte de la política del Departamento de Asuntos de los Excombatientes está siendo dictada no por funcionarios debidamente nombrados, sino por un trío de amiguetes de Trump a los que los enterados llaman “la gente de Mar-a-Lago”.

Por cierto, el que lidera esa troika es Ike Perlmutter, el presidente de Marvel Entertainment. Y si creen que la influencia de Perlmutter reducirá los costes y mejorará la atención sanitaria para los excombatientes de nuestro país, probablemente también crean que el Capitán América existe de verdad.

Lo que nos lleva otra vez a los comentarios sobre el Servicio Nacional de Salud británico. Independientemente de lo que el Presidente pensase que estaba diciendo, el país anfitrión tenía todas las razones del mundo para interpretarlos como una insinuación de que un acuerdo comercial llevaría la privatización y el amiguismo a lo Trump a la atención sanitaria británica. Y eso sí que sería, en efecto, “tremendo”.

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La economía de Donald Junior Keynes

/ 12 de mayo de 2019 / 00:00

Hice un mal cálculo económico la noche de la elección presidencial de 2016, puesto que predije que Trump iba a conducir a Estados Unidos a una recesión. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que la consternación política había nublado mi juicio y me retracté de la apuesta que había hecho tres días después. “Por lo menos es posible”, escribí el 11 de noviembre de 2016, “que los déficits presupuestales mayores, de haberlos, fortalezcan la economía brevemente”.

Lo que no contemplé en aquel momento es qué tan grandes serían los déficits. Desde 2016, el gobierno de Trump ha implementado, en la práctica, el tipo de enorme estímulo fiscal que los seguidores de John Maynard Keynes pedían cuando el desempleo era elevado, pero que los republicanos bloquearon.

Contrario a lo que Donald Trump y sus seguidores afirman, no estamos viendo un auge de la economía sin precedentes. El Producto Interno Bruto (PIB) estadounidense creció un 3,2% el año pasado, una tasa de crecimiento que no habíamos visto desde… 2015. El empleo ha ido creciendo de manera constante desde 2010, sin ninguna interrupción en dicha tendencia después de 2016. A pesar de ello, el largo intervalo de crecimiento ha provocado que la tasa de desempleo disminuya a niveles que no se habían visto en décadas. ¿Cómo ocurrió y qué nos dice?

La fortaleza de la economía de Estados Unidos no refleja un cambio radical en el déficit comercial estadounidense, que sigue siendo elevado. Tampoco refleja un auge gigantesco en la inversión empresarial, como el que prometieron los proponentes del recorte presupuestal de 2017, pero que finalmente no ocurrió. Más bien, ahora lo que está impulsando a la economía estadounidense es el gasto deficitario.

Los economistas suelen usar el déficit presupuestario ajustado en función del ciclo —un cálculo de lo que sería el déficit cuando haya empleo pleno— como una medida aproximada de qué tanto estímulo fiscal está dando el Ejecutivo. Según esa medida, el Gobierno federal ahora está inyectando tanto dinero en la economía como lo estaba haciendo hace siete años, cuando la tasa de desempleo era de más del 8%.

La explosión del déficit presupuestal no deviene solamente como resultado de ese recorte fiscal. Después de que los republicanos se hicieron del control de la Cámara de Representantes en 2010, obligaron al Gobierno federal a adoptar la austeridad, apretando el gasto a pesar del alto desempleo y los costos crediticios tan bajos. Sin embargo, una vez que Trump llegó a la Casa Blanca, repentinamente estuvo bien gastar de nuevo (siempre y cuando no fuera para ayudar a los pobres). En particular, el gasto discrecional real —los gastos en otra cosa que no sean Seguridad Social, la atención sanitaria para personas de más de 65 años o discapacitadas (Medicare) u otros programas de la red de seguridad social— se ha disparado tras años de declive.

Entonces, en realidad no hay ningún misterio sobre la fortaleza continua de la economía: es una cuestión keynesiana. Pero ¿qué aprendemos de esta experiencia? En lo político, hemos aprendido que el Partido Republicano es tremendamente hipócrita. Después de despotricar contra los peligros de la deuda y la inminente amenaza de la inflación durante toda la era de Obama, el partido abrió alegremente las llaves tan pronto como tuvo a su propio hombre en la Casa Blanca. Todavía podemos ver informes que describen a republicanos destacados como “cazadores de déficits” y nos preguntamos sobre su actitud relajada ante el actual flujo de tinta roja. Vamos, todos sabemos de qué se trató todo eso.

Además, sabemos que el largo periodo de alto desempleo posterior a la crisis financiera de 2008 podría haberse evitado fácilmente. Aquellos de nosotros que advertimos desde el principio que el estímulo de Obama era demasiado pequeño y de corto alcance y que la austeridad estaba limitando la recuperación, estábamos en lo correcto. Si hubiésemos estado dispuestos a proveer en 2013 el mismo tipo de apoyo fiscal que estamos otorgando ahora, el desempleo de ese año probablemente habría estado por debajo del 6%, en lugar de ser del 7,4%.

Pero en aquel entonces, la que yo solía apodar “gente muy seria” dio muchas razones por las que no podíamos hacer lo que la economía de manual decía que debíamos estar haciendo. La “gente muy seria” dijo que había una crisis de deuda, aun cuando el Gobierno estadounidense era capaz de solicitar préstamos con tasas de interés increíblemente bajas. Dijeron que el desempleo elevado era “estructural”, y que no podía resolverse aumentando la demanda. En específico, dijeron que los trabajadores no tenían las habilidades necesarias para una economía moderna.

Ninguna de las anteriores afirmaciones era cierta, pero aunadas al obstruccionismo republicano, ayudaron a posponer un retorno al pleno empleo durante muchos años. Entonces, ¿los déficits de Trump son algo bueno? Resulta que hace dos años Estados Unidos estaba todavía más lejos del  pleno empleo de lo que mucha gente pensaba, así que incluso ahora se justifica que haya un estímulo fiscal. Además, los riesgos de la deuda son todavía más bajos de lo que la “gente muy seria” afirmaba.

Sin embargo, si vamos a aumentar la deuda del Estado, debería ser por un buen propósito. Podríamos estar usando los déficits para reconstruir nuestra infraestructura maltrecha. Podríamos estar invirtiendo en los niños, asegurándonos de que tengan la salud y la nutrición adecuadas, y de sacarlos de la pobreza.

No obstante, los republicanos todavía están bloqueando todo tipo de gasto útil. No solo los republicanos del Senado se oponen a la inversión en infraestructura, el gobierno de Trump está proponiendo enormes recortes a la ayuda para los niños, en particular en los servicios médicos y la educación. Parece ser que los déficits son buenos solo si se incurre en ellos para dar enormes exenciones fiscales a las corporaciones, las cuales usan el dinero para recuperar sus acciones.

Esa es la historia de la economía en 2019. El empleo es elevado y el desempleo bajo porque los republicanos han adoptado de buena gana el tipo de gasto deficitario que afirmaban destruiría a Estados Unidos cuando los demócratas estaban en el poder. No obstante, nada de ese gasto se está usando para ayudar a los necesitados ni para fortalecernos a largo plazo.

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Donald Trump intenta matarnos

/ 7 de abril de 2019 / 04:00

No sabemos con certeza el alcance del legado que Donald Trump nos dejará. Y, cómo no, es sumamente importante lo que ocurra en las elecciones presidenciales de 2020 en Estados Unidos. Pero una cosa parece segura: aunque el tuitero en jefe sea presidente durante un solo mandato, habrá causado, de manera directa o indirecta, la muerte prematura de un gran número de estadounidenses.

Algunas de esas muertes se producirán a manos de nacionalistas blancos de extrema derecha, quienes constituyen una amenaza en rápido crecimiento, en parte porque se sienten autorizados por un presidente que los califica de “muy buenas personas”.  Otras se producirán por fallos de la Administración pública, como la inadecuada respuesta al huracán María, que sin duda ha contribuido al elevado número de muertes en Puerto Rico (recuerden: los puertorriqueños son ciudadanos estadounidenses).

Y otras se deberán a los continuos esfuerzos del Gobierno por sabotear el programa de Atención Sanitaria Asequible (mejor conocido como Obamacare), que no han conseguido anular la reforma, pero han paralizado el descenso del número de personas sin seguro, lo que significa que muchos no están recibiendo aún la atención sanitaria que necesitan. Por supuesto, si Trump se sale con la suya y elimina por completo el Obamacare, las cosas en este frente se pondrán mucho, muchísimo, peor, para las personas de escasos recursos.

Pero es probable que el mayor número de fallecimientos lo provoque el programa liberalizador de Trump; o quizá no deberíamos llamarlo “liberalizador”, porque su gobierno es curiosamente selectivo acerca de qué sectores quiere dejar a su aire. Piensen en dos cuestiones recientes que ayudan a comprender lo mortalmente raro que es lo que está ocurriendo.

Una de ellas es el plan para que los mataderos de cerdos asuman buena parte de la responsabilidad federal de llevar a cabo inspecciones de seguridad alimentaria. ¿Y por qué no? No es que hayamos visto problemas derivados de la autorregulación en, pongamos por caso, el sector aeronáutico, ¿no es cierto? Ni que hayamos experimentado importantes brotes de enfermedades provocadas por alimentos. O que, para empezar, hubiera una razón para que la

Administración pública estadounidense regulase las industrias cárnicas.

Ahora bien, podríamos ver la voluntad del gobierno de Trump de confiar en la industria cárnica para que nuestra carne sea segura como parte de un ataque general a la reglamentación pública, una voluntad de confiar en que los sectores con ánimo de lucro harán lo correcto, y dejar que gobierne el mercado.
Y algo de verdad hay en ello, pero no es toda la historia, como ilustra otro acontecimiento: la declaración que hizo Donald Trump el otro día de que las turbinas eólicas producen cáncer. Ciertamente, podríamos atribuirla a su propia demencia: el tuitero en jefe siente un odio irracional por la energía eólica desde que fracasó en su intento de impedir la construcción de un parque eólico cerca de su campo de golf escocés. Y el Presidente parece demente e irracional en tantas cuestiones que una afirmación extraña más apenas parece importar.

Pero no se trata de un mero trumpismo más. Después de todo, normalmente pensamos que los republicanos en general, y Trump en particular, son personas que minimizan o niegan las “externalidades negativas” (los costes no compensados) que imponen algunas actividades empresariales a otras personas o empresas. Por ejemplo, el gobierno de Trump quiere revocar las normas que limitan las emisiones de mercurio de las centrales eléctricas. Y para lograr ese objetivo, quiere impedir que la Agencia de Protección Medioambiental de Estados Unidos tenga en cuenta la multitud de beneficios que comporta la reducción de las emisiones de mercurio, como una reducción asociada de óxido de nitrógeno.

Pero en lo que a energía renovable se refiere, a Trump y compañía les preocupan mucho de repente los supuestos efectos negativos, que en general solo existen en su imaginación. El año pasado, la Administración presentó una propuesta que habría obligado a los operadores de las redes eléctricas a subvencionar la energía del carbón y la nuclear. La supuesta lógica era que las nuevas fuentes de energía amenazaban con desestabilizar estas redes, pero los propios operadores negaron que esto fuese cierto.

De modo que hay liberalización para algunos, pero nefastas advertencias sobre amenazas imaginarias para otros. ¿Qué está ocurriendo? Parte de la respuesta es: sigan al dinero. Las aportaciones políticas de la industria cárnica favorecen abrumadoramente a los republicanos. La minería del carbón apoya casi exclusivamente al Partido Republicano. Las energías alternativas, por el contrario, prefieren en general a los demócratas.

Probablemente haya también otras cosas. A un partido que desea poder volver a la década de 1950 (pero sin el tipo fiscal máximo del 91% de aquel entonces), le resultará difícil aceptar la realidad de que cosas hippies y poco masculinas como la energía eólica y solar se estén volviendo cada vez más rentables. Con independencia de qué impulse la política de Trump, el hecho, como he dicho, es que matará a la gente. Las turbinas eólicas no causan cáncer, pero las centrales térmicas de carbón sí (además de provocar muchos otros males). Los cálculos del propio gobierno de Trump indican que esta relajación de las normas sobre la contaminación causada por el carbón matará a más de 1.000 estadounidenses cada año. Si el Gobierno consigue poner en práctica todo su programa —no solo la liberalización de muchos sectores industriales, sino también la discriminación contra sectores que no le gustan, como las energías renovables— el daño será mucho mayor.

De modo que si comen carne (o, ya puestos, beben agua o respiran aire) Trump intenta matarlos en un sentido muy real. Y aunque se vea despojado del cargo el próximo año, para muchos estadounidenses será demasiado tarde.

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