Icono del sitio La Razón

Un lugar vacío

El tsunami brasileño ha planteado nuevamente, de manera intempestiva, el espinoso problema de las relaciones entre la democracia y las formas autoritarias del poder. De hecho, la condición de los regímenes dictatoriales, autoritarios o fascistas solo puede ser aprehendida cuando son contrapuestos con la democracia; y viceversa. Es un juego de espejos invertidos. Las experiencias totalitarias del siglo XX, el nacional-socialismo alemán y el socialismo estalinista, surgen de la democracia, la destruyen, pero al mismo tiempo se apropian de algunos de sus atributos, prolongándolos de una manera monstruosa.

¿Cuáles son las fronteras entre la democracia y los regímenes autoritarios? El signo ideológico es indiferente porque existen dictaduras de izquierda y de derecha: Bolsonaro, Maduro y Ortega. Tampoco es exhaustiva una definición jurídica política, sobre todo porque no existe un modelo institucional que pueda servir de baremo o espejo virtuoso.

Aquí puede tener sentido el concepto de democracia como “lugar vacío” propuesto por el filósofo Claude Lefort (1924-2010). En la democracia, dice, la autoridad no pertenece a nadie, no tiene un titular indiscutible. Cierto, algunos individuos pueden ejercer el gobierno durante cierto tiempo, siempre limitado, pero el poder propiamente dicho queda indeterminado, pues no puede figurarse en alguna persona, por más carismática o virtuosa que sea, o por más legítimo que sea su gobierno.

El autoritarismo surge cuando se hunde el sistema simbólico de la democracia basado, paradójicamente, en la incertidumbre y la indeterminación del poder (dado que nadie puede encarnar el poder, es un “lugar vacío”). Así, en un contexto de crisis política, y cuando las instituciones democráticas han perdido toda legitimidad, emerge un movimiento de masas que invierte ese dispositivo simbólico de la democracia y lo colma con una nueva representación del pueblo como totalidad orgánica, sin fisuras. El líder encarna esa nueva idea y le pone su propio nombre a la voluntad popular.

El Estado, el pueblo y el líder se fusionan y forman una sola figura, un “Uno”, anulando la distancia entre el poder, la ley y la verdad. Los dirigentes no solo encarnan el poder, también se atribuyen autoridad para definir el sentido de la historia y establecer las diferencias entre lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso. Encarnan la verdad. Crean e imponen una pseudorrealidad, una distopía. La democracia, entonces, no implica solamente la sustitución de un gobierno por otro, sino la desincorporación del poder, del saber y de la ley. Su fundamento es el rechazo al dogma del poder condensado en la figura del  monarca, el caudillo, el comité central o el profeta.

* es sociólogo.