Es justo el proceso de admisión de Harvard? Si no fuera porque esta cuestión está siendo utilizada por Trump para revertir el apoyo que su antecesor, el presidente Obama, dio a las medidas de “acción afirmativa”, toparse con esta pregunta sería realmente fascinante. Y es así porque el carácter de este asunto es inseparable de los interrogantes que apelan a una determinada concepción de la justicia social. Al fin y al cabo, las medidas de discriminación positiva se implementan para revertir la situación de discriminación real que padecen ciertas personas como consecuencia de formas de racismo o sexismo muy presentes en nuestras sociedades.

Esta vez han sido unos estudiantes asiático-americanos quienes la han cuestionado: teniendo mejores notas, dicen, son discriminados a favor de negros y latinos, a quienes se prioriza por razón de su raza. La Administración de Trump ha aprovechado el caso para cambiar los históricos criterios para fomentar la diversidad profundizados por Obama, y apostar por nuevas directrices para la educación, “neutras a la raza”. Y es que estamos tan acostumbrados a pensar en términos individualistas que ni siquiera nos planteamos si nuestras notas nos dan derecho a esa suerte de reconocimiento virtuoso que algunos llaman “excelencia”. Porque lo cierto es que no existe un derecho a ser premiado únicamente por nuestros méritos académicos.

Sí existe, por contra, la libertad de las universidades a establecer criterios de admisión, y la convicción general de que los trabajos o las oportunidades suelen premiar a quienes más lo merecen. Esa es, de hecho, la premisa del sueño americano: el éxito como fruto de la virtud individual, como premio a nuestro esfuerzo. Y aunque en buena medida es así, este argumento fue contestado claramente por John Rawls al decirnos que no hay mérito en una situación social favorable, ni tampoco en el azar de tener mejores capacidades. Justicia y merecer no van necesariamente de la mano. Si la sociedad decide premiar unas cualidades (por ejemplo, ser bueno al fútbol) es algo azaroso o pura lotería genética, pero no una virtud merecida. Cuanto más creamos que el éxito es mérito propio, menos responsables nos sentiremos de quienes se queden rezagados.

Pero aún más peligroso es el argumento de la “neutralidad de la raza”. Si a Trump le importara realmente esta cuestión, se centraría en quién tiene el poder de decidir las aptitudes dignas de premiarse, y entonces —¡oh, sorpresa!— se encontraría con que la raza es el criterio decisivo. Porque la estructura de poder en nuestras sociedades está marcada abrumadoramente por el género y la raza. ¿Y a que no adivinan de quiénes?