Icono del sitio La Razón

Democracia versus ‘eleccionalismo’ y 2019

Winston Churchill afirmaba que “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas”; sentencia que cada día compruebo más. Pero junto  con los diversos tipos de democracia que usualmente se clasifican (dos, tres, seis o incluso una veintena), en las últimas décadas ha aparecido un falso sinónimo: “eleccionalismo”, a veces sustituido por un despectivo “electoralismo”. Le robaré un corto tiempo con cada uno de estos conceptos.

Se retrotrae la democracia unos 26 siglos, a la época de la Atenas clásica. Este término deviene de la palabra griega dēmokratía (de démos: “pueblo” y kratía: “poder”). Pero ese ejercicio de democracia directa (asamblearia) era clasista y misógino: ni mujeres (la mitad de la sociedad ateniense), ni esclavos (la mayoría de los que vivían en Atenas), ni extranjeros podían ejercerlo; por lo que según los criterios actuales habría sido “una democracia poco democrática”. Y aunque para muchos la democracia moderna se cristaliza en los siglos XVII y XVIII, con la Ilustración y las instituciones de las revoluciones inglesa, de las Trece Colonias y la francesa (y previas en la India, los burgos o la nación iroquesa Haudenosaunee); prefiero ubicarla en el Alto Medioevo, en el único lugar que desde entonces todos (sin distinción) votan por quienes los dirigen y les permiten una sola reelección: los monasterios y conventos (y ningún ateísta furibundo podrá contradecirme).

El “eleccionalismo” es más reciente y, con mucho, un producto bolivariano. Convierte el hecho democrático de votar (para ejercer el poder propio) en simbolista: para autorreproducir ese poder. En Venezuela, desde 1998 se ha votado nacionalmente 40 veces (elecciones generales, regionales, municipales, referéndums, primarias, revocatorios), 2,11 veces por año en promedio. En Ecuador, entre 2006 y 2018 (ya sin Correa) se han organizado 14 elecciones, 1,17 al año en promedio. En Bolivia, se ha votado 1,08 al año en promedio desde 2005, cifra que se incrementa a 1,31 con las tres elecciones de 2019 y 2020. Mientras que en Nicaragua solo se celebraron nueve elecciones desde 2006. A todas les une un propósito: prorrogar la detentación del poder.

En Bolivia hasta el 2009 el MAS ganó sostenidamente las votaciones, pero en las elecciones subnacionales de 2010 la oposición ganó en siete de las 10 principales ciudades (aunque algunas fueron “chicaneadas” después). Y si en los comicios generales de 2014 el empuje de Evo Morales volvió a imponerse (solo perdió menos del 3% respecto a 2009), el MAS fracasó en las elecciones judiciales de 2011 y 2017, en las subnacionales de 2015, en el referéndum constitucional de 2016 y en los plebiscitos departamentales.

El 2019 traerá primarias en enero, apresuradas arbitrariamente gracias al rodillo masista en la Asamblea para justificar la re(4)postulación; y en octubre se organizará la primera vuelta de las elecciones generales. Pero antes, el 5 de diciembre de este año, la CIDH considerará las demandas contra el presunto “derecho humano” para la repostulación ilimitada de los mandatarios; el 6 de ese mismo mes el país parará, y el 8 el Órgano Electoral deberá pronunciarse sobre la pertinencia o no de la repostulación del binomio presidencial. Mucha agua en ese molino en corto tiempo.

El próximo gobierno, cualquiera sea éste, tendrá que afrontar un acelerado desgaste económico, la desaparición (total o parcial) de la exportación de hidrocarburos, y sincerar el sueño —pronto pesadilla— de la falsa jauja. Si no es masista, ya tiene anunciado que le reeditarán los criminales bloqueos anteriores a 2005. Por eso, la “madre de las elecciones” en 2019 va a estar en ganar el control de la Asamblea Legislativa y evitar la mayoría, absoluta o simple, del MAS. Solo así se podría empezar a corregir los yerros populistas del trecenio, frenar el bloqueo político, y recomponer la sobreideologizada economía del hoy prorroguista oficialismo.

* Analista y consultor político.