Icono del sitio La Razón

Abraham Bojórquez / Freddie Mercury

Dos músicos excepcionales han sido abordados en realizaciones cinematográficas de última data: Ukhamau y ké, un documental sobre el rapero boliviano Abraham Bojórquez, del realizador (y también rapero) ecuatoriano Andrés Martínez; y Bohemian Rhapsody, un drama sobre el roquero británico Freddie Mercury, del director Bryan Singer.  Estas cintas presentan coincidencias, no desde el punto de vista de la producción, desde luego, sino desde la trascendencia de sus protagonistas en tiempos y contextos radicalmente distintos. Dos vidas, dos mundos, una misma complejidad. 

Bojórquez y Mercury procedían de estratos marginales, y ambos padecieron los rigores que la sociedad aplica a quienes no encajan en los estándares establecidos, ya sea por su apariencia, su procedencia o su comportamiento. Estos artistas singulares no revierten esa desventaja de origen adaptándose al entorno hostil (por resiliencia), sino más bien impugnándola en una suerte de militancia provocadora y lúcida. Lejos de suplicar por un lugar en el mundo, se lo construyen por sí mismos, cuestionando desde ahí los cánones dominantes y contraponiendo otros alternativos. Y ambos son exitosos (si vale el término) en sus emprendimientos.

La concordancia es política en tanto “golpe” al poder, aunque en procesos diferentes. Abraham dispara desde la trinchera colectiva: la pobreza, la exclusión secular y el sojuzgamiento cultural, por la reivindicación del idioma (el aymara), de “la raza” (el indio, como categoría histórica, no biológica) y de la justicia. Para ello se apropia inteligentemente de códigos musicales de hegemonía mediática, con una prédica de denuncia y desacato que, por cierto, devino insurgencia social irrefrenable. Bojórquez abre espacio a una aymaridad que interpela el colonialismo pero también desafía a la antropología académica. “Yo soy indio como me da la gana” (y ké), nos dice intrínsecamente. 

Freddie, en cambio, dispara desde la soledad, asumiendo estoicamente su cualidad “diferente” sin convocar a nadie más que a su ser profundo, al que le otorga voz; la voz de la palabra, del canto y del grito a un mismo tiempo. En esa pulsión toma las “armas” del rock que conjuga con la polifonía vocal/popular/masculina del renacimiento inglés, asumiendo una fuerte ruptura con las fórmulas comerciales. Paradójicamente, al enunciarse solo, Mercury termina enunciando la soledad de una congregación de soledades. Y en reciprocidad con ese declarado solitario, la congregación misma le confiere su representación: “We are the champions…”. 

El tercer paralelismo asoma en el destino, si lo hubiera. Bojórquez y Mercury concurren a inmolarse fascinados por la exaltación de flotar sobre los precipicios (toda muerte tiene algo de suicidio). Y no se es libre impunemente, porque la liberación es un ritual de sacrificio celebrado bajo la ley de las compensaciones que las fuerzas telúricas imponen; lo mismo acá en estas enigmáticas alturas que en las verdes colinas de Bretaña.

Los sacrificados llegan siempre trayendo oro, incienso o mirra para salvarnos de los fuegos de este mundo, aunque fuera por los minutos que dura una canción (¿de dónde vienen los sacrificados?). Luego parten de regreso, despojados y libres (¿y libres?). Así se consuma la ofrenda por nuestra redención. No por nada, al final de ambas historias, el pulso se nos desordena en la butaca y la garganta se hace un nudo persistente.