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Izquierdos y derechos humanos

Nunca supe si por picardía o producto de alguna reflexión en el seno de la Iglesia Católica, repetidas veces escuché la expresión “izquierdos humanos” de boca de Gabriela Fajardo, una anciana monja con notables inquietudes intelectuales (publicó varios folletos bajo el pseudónimo de “Glizeth” con sus devaneos ecuménicos y poesías). La religiosa, ya fallecida hace muchos años, quería significar de ese modo la adhesión de amplios sectores de laicos y clérigos con la doctrina de los derechos humanos, terreno en el que coincidían con luchadores sociales de la izquierda que combatíamos a las dictaduras militares.

A los 70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, nada más apropiado que escudriñar un poco hasta qué punto las corrientes de izquierda han hecho suyos los principios proclamados el 10 de diciembre de 1948, y en qué medida también han contribuido a difundirlos y enriquecerlos.

La declaración, aprobada en el marco de la ONU, recuerda Alejandro Teitelbaum (representante de la Asociación Americana de Juristas ante los organismos de las Naciones Unidas en Ginebra): “Obtuvo 48 votos a favor, ningún voto en contra y ocho abstenciones (URSS, Bielorrusia, Ucrania, Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia, Sudáfrica y Arabia Saudí)… Los países socialistas se abstuvieron considerando que la persona es un ser social y, por lo tanto, los derechos que hay que garantizar son ante todo los derechos colectivos. Además, los países socialistas daban una enorme importancia al principio de la soberanía estatal, prioritaria sobre los derechos humanos… Y, en consecuencia, la comunidad internacional no podía intervenir y criticar su conculcación en un determinado país”.

Resulta comprensible que se hayan abstenido Sudáfrica, con su sistema de “apartheid” vigente; y Arabia Saudita, con sus prácticas medievales todavía hoy no superadas. La gran mayoría de los países del llamado Tercer Mundo, excepto los latinoamericanos, estaban ausentes de los debates y de la propia naciente ONU. Ni qué decir de China, inmersa todavía en una prolongada e irresuelta guerra civil.

La abstención de los países considerados entonces socialistas requiere mayores explicaciones. Por una parte, es cierto que el tema de los énfasis, individuales o sociales, sigue siendo objeto de controvertidos debates que acompañaron los 70 años de vida de la declaración; pero no puede negarse tampoco que la dirigencia soviética en esa época tenía el propósito de ocultar el autoritarismo, las deformaciones y los crímenes del régimen de Stalin. Hay que recordar que el líder ruso falleció en 1953 y que solo tres años después (febrero de 1956) se comenzó a denunciar esta situación en el famoso XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, evento que desencadenó muchos cambios internos y fuertes repercusiones en el mundo entero. Se inició una suerte de reconciliación entre la utopía socialista y los no menos utópicos postulados de los derechos humanos.

El reconocimiento de ellos por parte de los Estados comienza por la integración de los derechos civiles y políticos (los llamados derechos de “primera generación”) en los regímenes constitucionales. Luego viene el establecimiento de los derechos económicos, sociales y culturales (“segunda generación”). Superando criterios individualistas están los llamados derechos de los pueblos (“tercera generación”), que se refieren al medio ambiente, al desarrollo independiente, a la paz, a la autodeterminación, a la diversidad etnicocultural, etc.

En todo caso, la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue un paso inicial decisivo, considerado después de carácter vinculante e indivisible por su contenido. Pero es obvio que entre su reconocimiento formal y la posibilidad de exigir legalmente su aplicación hay todavía una enorme distancia por recorrer.