El de 2018 no ha sido un gran año para el centro. Por centro político me refiero a aquel Estado que promete seguridad, orden, equilibro, ponderación… lo contrario del nerviosismo, agitación y desasosiego permanentes. Cualquier compromiso es centrista. También el centro de una sociedad, su clase media, es un factor de estabilidad. Si a la clase media le va bien, si es nutrida y ancha, los extremos son tolerables, no llegan a suponer un peligro. Pero cuando a la clase media ya no le va tan bien, comienza a dudar de sí misma.

Tampoco el ritual de contemplar en retrospectiva el año que ha pasado es consolador. No somos solo los periodistas quienes tenemos la sensación de un tiempo perdido. ¿Acaso es que es así? Producen espanto todos los acontecimientos que uno tiene ahora que revivir de golpe. ¿De verdad ha pasado todo esto en el año? ¿Adónde nos va a llevar todo lo que ha ocurrido?

Es posible, pues, que se deba a la melancolía prenavideña la creencia de que las cosas van a seguir desmoronándose, según lamentaba W. B. Yeats hace ya mucho tiempo. Pero a la vez le asalta a uno un hondo anhelo de éxitos, de fotografías y noticias que muestren cómo puede ser también nuestra sociedad: decente, amable, cortés. Como siempre, la botella sigue estando medio llena, medio vacía. Y uno recuerda el feliz final de la presidencia de Angela Merkel, de la que se despide al cabo de 18 años con una larga aclamación y con alguna que otra lágrima, no solo en sus ojos… porque cabría imaginar la posibilidad de que la hubieran echado como a un perro sarnoso. Pero a pesar de todas las críticas por estos largos años, la despedida fue la escenificación del respeto y de la delicadeza. Pronto se despedirá también como canciller. Tanto ella como Alemania sabrán digerirlo.

Y hay una honrosa excepción más, y otra vez se trata de una mujer: Theresa May. ¡Qué política, qué valerosa figura en estos tiempos de renuncia! Una política que siempre estuvo en contra del brexit, pese a lo cual quiere ejecutarlo. Una mujer que, por tanto, actúa contra su saber y su entender. ¿Pero por qué? Porque como jefa del Gobierno británico tiene la responsabilidad de hacerlo; porque cree en su cargo, en la dignidad del mismo y en la de las instituciones. Y lucha, lucha y lucha de un modo que merece, más que respeto, admiración. Incluso, aunque uno rechace por las más dispares razones el pacto que han negociado ella y Bruselas, su compostura, honradez y perseverancia son tan sobrehumanas como ejemplares dados los aspavientos de los Comunes y los rencores de los adversarios en sus propias filas.

Esta mujer crece frente a sus rivales. Supera un obstáculo tras otro. No es triunfo sino agotamiento lo que refleja su cara, igual que las arrugas en el rostro de Merkel son la herencia de su carrera de fondo en la política. Pero ambas tienen una capacidad de aguante sin parangón. Más allá de las interpretaciones feministas, hay algo que puede afirmarse: son mujeres de Estado, servidoras públicas en el sentido clásico, que muestran una grandeza carente de majestad y de arrogancia. Gestionan y coordinan allí donde otros querrían sembrar las llamas de la destrucción. Protegen y vigilan cuando otros se enrabietan.

El futurólogo alemán Matthias Horx acuñó hace 15 años el concepto de “optimismo sin ilusión”. Con esto quería aludir al progreso latente que subyace en todo, incluidos, naturalmente, los reveses. Durante años me he apoyado en este concepto a la hora de emitir juicios políticos. Hace poco he vuelto a encontrarme con Horx. Ahora su fórmula es “serenidad melancólica”. Trataré de acomodarme a ella. Con independencia de cómo superen las democracias el año venidero: mientras haya figuras públicas como May y Merkel, hay esperanza.

* Fue subdirectora de Die Welt y actualmente dirige la sección de opinión de ese diario alemán. © Leading European Newspaper Alliance (LENA). Traducción de Jesús Alborés.