Las navidades de antaño eran, ante todo, una fiesta familiar de unión y amor. Pero desde hace años el intercambio de regalos ha ocupado el centro de esta celebración. No sé quién sea el culpable de esta nueva percepción de “amor”, donde el que más gasta es el que más ama; pero sí sé que aún estamos a tiempo para inculcar valores a nuestros hijos sobre esta fiesta, más allá de que ya no sea posible retomar las reuniones vecinales, con un nacimiento en común, una fogata, api y ricos buñuelos con miel; todo ello acompañado de villancicos.

Antaño era común que las abuelitas, llenas de ilusión, ternura y amor sincero, se levantaban temprano para preparar a tiempo las galletas de jengibre, poner a cocer los ingredientes para la picana o disponer el pollo o el pavo relleno. Días antes colocaban los manteles y adornos con motivos navideños, elaborados con paciencia y dedicación a lo largo del año. Ese entusiasmo y amor con el que se preparaba la cena de Navidad se contagiaba a los nietos, quienes disfrutan de una festividad sana junto a sus seres queridos. Los regalos quedaba en un segundo plano, de hecho en muchos hogares eran entregados recién el 6 de enero, Día de Reyes. En Navidad todos se sentaban a comer y a conversar alegremente, a la espera de que llegara la medianoche para darse y recibir un fraternal abrazo, seguido de un lindo sentimiento expresado en palabras.

Recuerdo que a fines de año rompíamos con mis hermanos la alcancía en la que habíamos ahorrado todo el año. El dinero recaudado nos servía para comprar los regalos navideños. Para evitar los asaltos y precios inflados de diciembre, comprábamos los presentes a fines de noviembre. Luego los guardábamos hasta pasada la medianoche del 24 de diciembre, cuando recién podíamos abrirlos. Sin embargo, antes debíamos asistir indefectiblemente a la Misa de Gallo, la cual, como es de suponer, nos parecía interminable. No obstante, la espera valía la pena. A las 00.00 orábamos al niño Dios y, luego, a disfrutar de una deliciosa picana.

No debemos permitir que esas costumbres se pierdan, tanto más importantes por cuanto nos permiten transmitir la importancia de dar y recibir amor, de alimentar el espíritu, enseñar que la felicidad no está en los obsequios, que reside sobre todo en los valores que no se ven. Además, nunca sabemos cuándo será la última cena de Navidad, el último abrazo que podremos disfrutar con nuestros seres queridos. Y cuando se van, solo queda el recuerdo melancólico de lo que fue, dejando un vacío en la mesa que no puede ser llenado. Por ello, no debemos perder las pocas oportunidades que tenemos para celebrar la vida, compartir con nuestros familiares y dejar de lado los problemas laborales y cotidianos.