Icono del sitio La Razón

Los pasteles del abuelo

La Navidad se inserta entre aquellas fiestas que nos evoca a nuestra niñez. Esta fiesta es de los más pequeños, dicen. La imagen de un niño al recibir un obsequio condensa el regocijo navideño. Sin duda, su alegría al momento de jugar con sus regalos es inconmensurable. Pero aquí también radica su perfidia, pues no todos los niños tienen la dicha de recibir un regalo o un gesto de cariño; especialmente los pobres o los huérfanos. Muchos niños se quedarán con su aliento en la vitrina de una juguetería, deseando algo que no tendrán. En una sociedad marcada por la desigualdad y el consumismo, la Navidad irónicamente se convierte en una festividad perversa.

Efectivamente, en esta fiesta se visibiliza descarnadamente la distancia entre ricos y pobres. En estos tiempos de globalización, la Navidad se ha cosificado mucho más, se ha convertido, se ha reducido a ser artefacto del consumo, en una fiesta de cosas. El amor o el cariño se mediatizan a través de objetos. Los cuales ya no son un símbolo de afecto, sino, es el sentido en sí mismo.

Hoy más que nunca Papá Noel representa el ícono de la voracidad del derroche. Reforzado con toda la parafernalia del mercado, Santa Claus se erige como el portavoz de una sociedad superflua, cuyos valores están carcomiendo los últimos vestigios de la solidaridad. Pero los mensajes publicitarios en torno a esta época son hipócritas. Invocan a la paz y al amor que deben reinar en los hogares, pero siempre mediatizados por un servicio o un objeto de consumo; es decir, por el mercado.  

Las ciudades se pintan grotescamente con neones. La estética navideña es atroz. Las muchedumbres andan por la ciudad como marionetas manejadas por los hilos del mercado. En nombre de la paz y del amor, esas muchedumbres se convierten en autómatas a punto de desfallecer: los nervios y el estrés van corroyendo sus espíritus navideños. Los supermercados están atiborrados de multitudes. La avidez por el consumo es inagotable. No hay pausa. La consigna es consumir la mercancía navideña. En este escenario, la imagen de Papá Noel, entre otras, se hace aparatosa. No hay remedio. El gentío está programado para consumir sin pausa.

Los sentimientos de fraternidad, solidaridad y amor por el otro (el próximo, dirían los cristianos) otrora asociados con el festejo navideño ya no existen, ahora son parte de la memoria. También ha dejado de existir aquella fiesta en la que se forjaban los lazos familiares y comunitarios. Los individuos y las familias están a la deriva. El egoísmo está haciendo estragos; y a Navidad solo resalta estos sentimientos individualistas.  

Se hace insoslayable evocar las navidades del pasado, hechas con pequeños grandes detalles, que servían para aglutinar a los hermanos y primos. Quién sabe, probablemente allí radica el valor simbólico de esta fiesta. Hoy que las familias están disgregadas, recuerdo las navidades de mi niñez, cuando hermanos y primos nos reuníamos en la casa de los abuelos; especialmente el 25 de diciembre. Hoy en esta soledad navideña, recuerdo a la abuela obligándonos a bailar villancicos en torno al pesebre y saboreando los pasteles del abuelo. Quizás aquí radica el verdadero sentido de la Navidad.

* Sociólogo.