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La ‘redesocracia’

El siglo XXI ha sido el escenario de la transición de los modos de influencia política a través de los medios de comunicación social. Asistimos a la consolidación de las redes sociales como los medios de mayor impacto en la política. La victoria de Barack Obama se debió en gran medida al efectivo uso del Facebook. A través de las redes se apuntaló la denominada “Primavera árabe” que derrocó a regímenes nacionalistas en Egipto, Túnez y Libia. Su utilidad se probó también en Europa con el derrocamiento del gobierno democrático de Ucrania, que fue sucedido luego por el actual gobierno filofascista de dicho país.

El sentimiento antieuropeo que logró el éxito del brexit en el Reino Unido, la derrota en el referéndum del proceso de paz en Colombia y la victoria opositora en Bolivia el 21 de febrero también demostraron lo efectiva que puede ser la manipulación política a través de las redes sociales. Las victorias de personalidades tan cuestionadas como Donald Trump o Jair Bolsonaro tampoco hubieran sido posibles sin las redes sociales. Bolsonaro ganó prácticamente sin movilizarse, a través de mentiras permanentes y reiteradas difundidas por WhatsApp.

Hay quienes sostienen que las redes sociales son neutras, como cualquier otro instrumento, y que su contribución a la democracia dependerá de quién y cómo las utilice. Otros, como Zigmunt Bauman o Humberto Eco, consideran que estos nuevos instrumentos están aparejados a la crisis del Estado; el cual está perdiendo terreno frente a las entidades transnacionales económicas, que han generado una cultura de desarraigo, alienación, individualismo y consumismo desenfrenado. Hoy se vive para consumir y sustituir lo que se consume, como los teléfonos celulares, cayendo en un ilimitado e irracional deseo de cambiar los móviles sin motivo; fenómeno que Eco ha calificado como “una bulimia sin objetivo, orgía del deseo; vivir para aparentar y para consumir”.

Bauman señala que frente a la desilusión con el Estado y la revolución ganan terreno los “indignados”, quienes saben lo que no quieren, pero no lo que sí quieren. Es una lucha light en una modernidad liquida, en la que más importa la selfi que el contenido, la ausencia de compromiso social, la trivialización de la política, la precarización de los valores, la tendencia a vivir el momento. De estas influencias no se ha librado ni la música, la que se ha reducido a un simple golpe monótono de tambores y de algún “cantante” que cree que su queja es música; basta escuchar a Maluma o Bad Bunny para darse cuenta de ello.

Las redes sociales transmiten más fácilmente emociones que pensamientos. El contenido comunicacional está asentado en imágenes, e influyen más en el tálamo (sentimientos, instintos) que en el córtex. Por ello, los mensajes de odio, el sensacionalismo, el morbo… se transmiten con una velocidad impresionante en las redes.

No existe debate, simplemente incitaciones, un insignificante meme genera corrientes de “opinión”. En un mundo “líquido” en el que hay que vivir el momento ya no existe la paciencia para leer. Esta precarización favorece a los centros mundiales que están homogeneizando tendencias y culturas en función al mercado, por lo que naturalmente estarán en contra de cualquier expresión que considere que el Estado todavía tiene una función que cumplir.

Aberraciones como violaciones en manada o la repetición a modo de rebaño de mentiras políticas que te hacen sentir “cool” no es lo único que se ha precarizado. Esto se lo observa, como ya se dijo, hasta en la música; no sin razón Camilo Sesto dijo hace unos días que “la música de hoy es una mierda”.