Voces

Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 11:31 AM

RAEE

/ 31 de diciembre de 2018 / 22:51

Terminemos el año reflexionando sobre un tema trascendental que de no mediar acciones concretas tendrá consecuencias para el futuro de la ciudad. El acrónimo RAEE, universalmente aplicado en idioma español, se refiere a los residuos de aparatos eléctricos y electrónicos (WEE en inglés). Con esas siglas se identifica mundialmente a todo el proceso de recolección, reciclaje y reutilización de los aparatos domésticos y electrónicos compuestos por más de un elemento tóxico para el medio ambiente: televisores, frigoríficos, radios, gadgets y los famosos teléfonos celulares, entre muchos otros. Este boom tecnológico produce cantidades de basura tóxica cuyas cifras son alarmantes.

Según algunas investigaciones, en las principales ciudades de Bolivia se producen anualmente 50.000 toneladas de esas bombas de tiempo para el medio ambiente y la vida en general. Si repartimos esta cifra en cálculos estimativos, La Paz produciría cerca de 15.000 toneladas, de las cuales solo se recicla el 5%. Es decir que anualmente botamos a la tierra, agua y aire de esta ciudad y sus alrededores 14.000 toneladas de veneno, las cuales se suman a las millones de toneladas de basura convencional mal tratada; una cifra escandalosa. Casi todos los países tienen normas y leyes para el RAEE. Nosotros, a pesar de los encendidos discursos por la Pachamama, vamos en la retaguardia.

Permítanme algunos breves datos sobre uno de esos artículos, el de más éxito en todas las clases sociales y en estos tiempos de consumo a ultranza: los teléfonos celulares. Según estudios científicos, cada teléfono celular tiene 40 productos tóxicos, los más importantes son arsénico, antimonio, níquel; y metales pesados como el plomo, cadmio o el mercurio, entre otros. Ricos y pobres, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, casi todos usamos un celular para comunicarnos, ilustrarnos o idiotizarnos cotidianamente. Tenemos la pulsión consumista de poseer el más avanzado, el más vistoso, y con más chiches que el anterior. El capitalismo globalizado, ese odiado sistema de la boca para afuera, nos ha vuelto consumistas empedernidos y cambiamos celulares cada año. Es una curva exponencial de desechos tecnológicos que, de seguir evitando su tratamiento, en los próximos años nos envenenarán sin contemplaciones.

El norte nos ha vuelto a colonizar. Esta vez, “watsapeando” y “tuiteando” en supuestas guerras digitales, quejándonos de las falsas noticias, “memeando” sin pausa, y —sobre todo— enriqueciendo a unos cuantos y envenenando a todos. Si las próximas campañas políticas proponen algo al respecto, les deseo un mejor 2019.

* Arquitecto.

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Las musarañas de Malasia

Carlos Villagómez

/ 19 de abril de 2024 / 07:07

Existe una especie que resiste la embriaguez tanto como los seres humanos: la musaraña de Malasia. Este un pequeño mamífero —de mirada turbia que te recuerda a muchos— vive y se desarrolla en su hábitat natural, el néctar de una palmera fermentada que sería lo más parecido al velado espacio de las tabernas. Todas estas historias vienen en el texto Breve historia de la embriaguez del inglés Mark Forsyth, que en un lenguaje entretenido nos brinda una visión sobre el impacto de la embriaguez en la historia.

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El autor explora los conceptos médicos y sociales asociados a la embriaguez, destacando la vinculación del consumo del alcohol, como alterador del estado de conciencia. Como los antropólogos que dividen las sociedades en húmedas o secas, Mark Forsyth resalta la relevancia histórica que ha tenido la embriaguez en todas las culturas. El joven autor nos muestra cómo la embriaguez ha estado presente en rituales religiosos, y en ceremonias como escape de la realidad y forma de sociabilidad. Es así que en Göbekli Tepe (10.000 a.C.), se edificó una monumental espacio dedicado para la libación mucho antes que la misma agricultura. Posteriormente, “los sumerios la vieron como pura alegría colectiva, los egipcios como un deporte extremo y los griegos dieron un paso atrás, acariciaron sus barbas y reflexionaron”. Sin embargo el autor menciona que “Platón decía que emborracharse era como ir al gimnasio: la primera vez te sientes realmente mal y adolorido, pero la práctica hace al maestro”. En sus referencias bíblicas nos recuerda que Noé lo primero que hizo al desembarcar —podrido de ver tanta agua— fue plantar viñas. Y sin remilgos, Forsyth declara que “Jesús comenzó su carrera con una lluvia de alcohol en las bodas de Caná”. Pasa después al pulque azteca, el agua miel del agave, tan lleno de nutrientes que casi es carne, tan carnosa como la diosa Mayahuel y sus 400 senos para igual número de conejitos ebrios. Y del mundo anglosajón, campeón del APV, el etimólogo inglés afirma que fueron deportados los borrachos de Gran Bretaña para hacer Estados Unidos y Australia.

Forsyth desarrolla su pesquisa eludiendo el carácter poliédrico de la embriaguez, no analiza sus facetas oscuras, ni las implicancias nefastas del alcohol en las sociedades. A pesar de ello, asocia con justeza —como un buen cóctel— la influencia de los brebajes en las organizaciones sociales, culturales y religiosas. Y de las facetas jubilosas de la embriaguez, admito que me enternecen mis “musarañas de Malasia” que en espacios brumosos comparten su amistad porque, como decía Bryce Echenique, “desconfío de los que no toman”, recordando luego que Hitler era abstemio.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Cae el patrimonio

Carlos Villagómez

/ 5 de abril de 2024 / 10:10

Hace décadas que nuestro patrimonio arquitectónico va cayendo. Durante los gobiernos municipales de la democracia pactada ya se atentaba contra esa historia edificada. Recordemos también, cómo un primer mandatario destruía a picotazos casas patrimoniales para edificar los monumentos arquitectónicos de este tiempo histórico ubicados en la Plaza Murillo. En la Batalla de las Ideas políticas, también son muy importantes los símbolos edificados; y, por esa historia política, podemos explicar por qué la protección del patrimonio arquitectónico —para preservar la cultura y la identidad de nuestra ciudad— no prosperó ni caló hondo en el pensamiento colectivo.

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Las leyes y regulaciones específicas que buscaban conservar y salvaguardar estos bienes no fueron suficientes ante nuestras prácticas políticas. Tampoco funcionaron las medidas de conservación y restauración, ni la legislación para garantizar su protección y preservación, ni las normativas y leyes municipales que rigen los criterios y requisitos que deben cumplirse para llevar a cabo modificaciones en las obras arquitectónicas, o su restauración. Las sanciones y penalidades tampoco fueron suficientes para hacer cumplir las normativas establecidas para el respeto y la conservación del patrimonio arquitectónico; ergo: no podemos contener la dejadez planificada para la caída de muros y cubiertas históricas porque no existe conciencia ciudadana como un solo objetivo colectivo. Tampoco nuestras instituciones, municipales y estatales, trabajan en estrecha colaboración con expertos en patrimonio ni con otras entidades especializadas para determinar la importancia de las edificaciones históricas; y lo peor de todo: no se fomenta la conciencia ciudadana sobre la importancia y el valor del patrimonio edificado. En este nuevo siglo, la ciudadanía en su mayoría aprueba la demolición de esas “casas viejas” porque “no son modernas y dan mal aspecto”; y tampoco son moneda de cambio en nuestra lógica mercantil del espacio urbano.

Sin conciencia ciudadana no se protegerá el patrimonio edificado. Los ciudadanos juegan un rol fundamental en la preservación del patrimonio. Para ello, es imprescindible que la sociedad tome conciencia de la importancia histórica, cultural y estética de esas construcciones, valorando su significado y reconociendo su contribución a nuestra historia urbana. Pero pregunto: ¿queremos implementar programas educativos y campañas de difusión para involucrar al ciudadano en la protección y conservación del patrimonio urbano para promover su sentido de apropiación y responsabilidad ante esa historia edificada? ¿O francamente esa “historia de q’aras” no interesa?

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Puente sobre aguas tumultuosas

Carlos Villagómez

/ 22 de marzo de 2024 / 09:46

Una bella canción nos recuerda que ante el sufrimiento de los otros uno debe ser un puente sobre esas aguas tumultuosas. No pudimos ser ni pasarelas. Vivimos días de terror y nuestros puentes, físicos y sentimentales, colapsaron por la brutal fuerza de la naturaleza.

Cientos de voces clamaban ayuda; muchos culpaban a la gestión municipal; otros acusaban a los que edificaron al borde del río; los letrados repetían las viejas recetas para “solucionar” todo (planificación urbana, normativas, metropolización, control de cabeceras, etc.); y todos, eludimos nuestras responsabilidades. Lo cierto es que vimos absortos cómo las aguas tumultuosas se llevaban vidas humanas, viviendas y nuestra precaria infraestructura urbana.

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Este siglo viene con enormes desafíos para todos. Uno de ellos son los desastres naturales de la crisis climática originada por el hombre. En territorios y ciudades del planeta se vaticinan inundaciones, sequías, incendios, tornados, etc. Ante semejante panorama, organismos internacionales como la ONU Habitat estimaron: “Durante esta última década, los desastres naturales han afectado a más de 220 millones de personas y han causado un daño económico de 100 mil millones de dólares cada año”. Para esta década se predice un incremento exponencial de esas cifras. Es decir, estamos frente a  desafíos urbanos gigantescos sin haber controlado, ni resuelto, los del siglo XX: un modelo de desarrollo urbano capitalista dependiente; una población carente de educación, polarizada y racializada; y un territorio geotécnicamente inestable, con ríos y riachuelos en pendiente, etc. Ergo: somos una bomba de tiempo.

Nuestra precaria infraestructura urbana data del siglo pasado y debe ser renovada en todos sus sistemas (canalizaciones, embovedados, estabilización de farallones, redes de alcantarillado sanitario y pluvial, manejo de cuencas, puentes, viaductos, etc.); es decir: necesitamos una millonada exorbitante para estabilizar la ciudad. En 2012, en un programa de televisión que anunciaba la construcción del teleférico, me opuse a ese gasto aparatoso y pedí que esos $us 750 millones (otros dicen cerca de 1.000 millones) se destinen a infraestructura urbana. Nadie escuchó mi sugerencia de invertir en lo razonablemente más importante.

En 2020, el Banco Mundial prestó $us 70 millones a las ciudades de La Paz y Santa Cruz para “reducir las vulnerabilidades ante los riesgos climáticos”, una pequeña suma al lado del sistema de transporte construido para alegrar a los turistas nacionales e internacionales. Esas decisiones, conocidas como “obras estrella”, son las aguas tumultuosas y erráticas de nuestra política.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Genoma

Carlos Villagómez

/ 8 de marzo de 2024 / 09:46

Trataré —con pinzas— el tema de la raza, la identidad, las etnias desde el punto de la genómica; es decir, desde el desarrollo científico y no desde la especulación política o coloquial. La racialización del discurso cotidiano y político en nuestra sociedad se ha polarizado en extremo; por ello, van tres apuntes.

1) Solicitar estudios de identidad genética se ha vuelto una moda global. Empresas multinacionales ofrecen estudios completos de tu ascendencia (ancestría) genética y, colateralmente, los lazos de parentesco con otras personas de otras latitudes geográficas. En la medida que crecen los datos de estas empresas podrás encontrar parientes en latitudes inimaginables como Tanganica u Oceanía. Estos estudios científicos son una ayuda inconmensurable para personas que buscan a sus padres biológicos, o son también motivo para múltiples juicios o escándalos familiares, por una paternidad no respaldada científicamente. Es decir, es el catálogo más grande de la especie humana que va creciendo día a día; es el árbol genealógico universal que no da para especulaciones nobiliarias ni para blasones. Es ciencia pura.

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2) En algunos países latinoamericanos se llevan a cabo estos estudios, pero se acaba de anunciar el más grande de todos que reunirá a científicos de España y México en el llamado “Proyecto mestizaje, a 500 year chronicle”, de la Universidad de Burgos y expertos del INAH y la UNAM. Trabajarán varios años para desentrañar la marca genética, social y cultural, entre ambos países; será una investigación interdisciplinaria entre ciencia y sociedad, y desentrañarán las marcas genéticas naturales como también las huellas culturales. Un tema apasionante.

3) Dato 1: En algunos círculos paceños buscan “la pureza de sangre”, y piden estudios de identidad genética para vanagloriarse de “cero genética indígena”. Una verdadera bobería. Todos los grupos étnico/raciales continentales están mezclados en mayor o menor grado. La especie humana es, genéticamente hablando, 99,9% idéntica y los estudios científicos mencionados se enfocan al 0,1% restante, ergo: somos prácticamente iguales. Sin embargo, estas constataciones científicas se complejizan con la llamada coevolucion genético/cultural, una rama que estudia los fenómenos evolutivos resultados de la interacción de la genética natural y la cultural (en nuestro caso, ese 0,1% es un verdadero zafarrancho plurimulti). Dato 2: Para su conocimiento, tengo, a mucha honra, 66,6% de identidad genética aymara y quechua, mayoría científicamente comprobada.

Pregunta de cierre: ¿qué tipo de adaptación genética seremos con la interacción de la actual cultura tecnológica y la sempiterna práctica de la politiquería?

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Megalópolis

Carlos Villagómez

/ 23 de febrero de 2024 / 10:06

¿Se puede tener conciencia de escala y temporalidad en una megalópolis? ¿Cómo viven los habitantes de las ciudades mastodónticas del planeta? ¿Cómo sobrellevan la tensión de un espacio infinitamente inabarcable? Va una respuesta: por la resiliencia humana que se adapta más que ninguna especie animal sobre la tierra y soporta los meganúmeros de las grandes ciudades: Tokio, en Japón, 37.400.000 millones de habitantes; Delhi, en la India, 31.200.000; Shanghai, China, 27.800.000; o Ciudad de México (CDMX) con 22.000.000 (sin contar lo que ahora se conoce como la megalopolitana Zona Metropolitana del Valle de México).

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Una forma de experimentar el vaciamiento existencial de las megalópolis es usando su transporte masivo.  El Metro de CDMX transporta 4,6 millones de usuarios al día; es decir, en tres días el Metro mexicano mueve la población de Bolivia. Se inauguró en 1969 y su infraestructura ingenieril, tan bien concebida y construida, ha soportado honrosamente el trajín. Un detalle impresiona: los pisos de mármol de las interminables estaciones están repulidos hasta la deformidad por los infinitos pasos del torbellino humano que transita sin parar hace más de medio siglo. Es una ciudad subterránea que se desarrolla en varios niveles, llegando en algunos casos hasta 40 metros por debajo de la superficie. Y ese mundo soterrado es el espacio del pueblo profundo, un pueblo sometido por un Leviatán urbano con forma de un gigantesco hormiguero donde van y vienen millones de rostros con un rictus entre resignación y jactancia.

Las megalópolis se reconocen por esos múltiples niveles construidos para su transporte masivo. Son kilómetros por debajo o por encima de la superficie como en la clásica película Metrópolis. La superficie naturalmente disponible no es suficiente para albergar el crecimiento poblacional y la migración, urge construir múltiples pisos artificiales para que hombres/hormigas u hombres/pájaros se trasladen.

Pero no me voy sin ensayar otra respuesta más afinada a las preguntas del inicio: los seres humanos, como animales comunitarios, tendemos a establecer círculos de referencia o áreas de control territorial que nos permiten subsistir en escalas urbanas que van más allá de nuestra comprensión física y mental. Los urbanitas de las megalópolis de este siglo no tienen conciencia plena de la totalidad espacial y temporal, pero su capacidad resiliente genera reducidos espacios referenciales.

Nosotros no necesitamos sobrevivir con esas referencias. Vivimos en una ciudad tan pequeña que es una micrópolis cuya totalidad vemos y controlamos socialmente, aunque, de tanto en tanto, nos mortifiquen pinches bloqueos de “mil” esquinas.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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