Lorca, que me toma por asalto
El gran aporte de Lorca es haber conseguido que lo popular se integre a lo culto en un ensamble perfecto por natural.
Un profesor de escuela, Vito Uribe Reyeros, nos acercó a la poesía de García Lorca en el ya lejano 1952. Con otros maestros de la región formó un grupo teatral en Llallagua y presentó una única obra escénica, hacia septiembre de ese año definitivo en la historia de Bolivia porque, en abril, estalló y triunfó la Revolución nacionalista.
No recuerdo ya el título de esa velada, pero se me pegaron unos versos, en apariencia sencillos e ingenuos, que con el tiempo me calaron e indujeron a literalmente apropiarme de la poesía de aquel bardo español. Metáforas e imágenes pueblerinas las que rememoro, cuando los maestros Flora Aracena y Darío Uzeda contrapuntearon estos parlamentos escénicos en la escasa sala teatral de mi pueblo, Llallagua. “El lagarto está llorando,/ La lagarta está llorando./ El lagarto y la lagarta/ con delantalitos blñancos/ han perdido sin querer/ su anillo de desposados (…) / El sol, capitán redondo/ lleva un chaleco de raso./ Mírenlos qué viejos son/ el lagarto y la lagarta/ y sin embargo se creen/ en su fealdad los bellos/ y tiernos por el amor (…)”.
Federico García Lorca fue, al caminar el tiempo, un referente para conducirme en el universo de la letra poética y la pronta inspiración. Por él supe que todo es poetizable en la vida. En su Romancero gitano combinó sabia y mágicamente lo culto con lo popular. Por él supimos que la poesía debe manejar un lenguaje llano para describir en lo posible (o siempre) las cosas de la tierra cotidiana, las más elementales con su grande significación.
En todos sus libros de poesía y teatro, Federico García Lorca, fusilado por el fascismo español en 1936, esparce palabras e imágenes que el lector hace suyas de hecho y por derecho. No fue fácil su vida. Signado por su tendencia homosexual, el granadino afrontó con inteligencia, sobriedad y hasta humor díceres y maldecires de sus objetores.
Entre las muchas anécdotas y a veces impertinencias que, por ejemplo, le hizo el argentino Jorge Luis Borges estuvo aquel que escandalizó a medio mundo. Dijo el ciego Borges que García Lorca era tan solo un poeta menor al que había favorecido y agrandado su trágica muerte. El argentino tuvo siempre fama de conservador, y aquella acepción contra García Lorca fue tomada como comentario político, mezquino, contra un adversario ideológico, que no poético.
García Lorca es, empero, un poeta mayor. Su gran aportación es haber conseguido que lo popular se integre a lo culto en un ensamble perfecto por natural.
Es falso que sus andaluces sean también de pandereta, como dijo Borges esa vez. Los prejuicios y maledicencias suelen nublar la inteligencia y destrozar la ecuanimidad. Lorca fue siempre un lírico, incluso en su obra teatral Bodas de sangre. Su influencia en la magnífica poesía social de Miguel Hernández, su contemporáneo y camarada militante por la República, es una prueba irrebatible.
Daba conferencias y accedía a entrevistas de prensa. “La poesía es algo que anda por las calles”, dijo una vez. Sus romances, especie de relatos callejeros poetizados, fijaron una ruta de composición para todos los poetas de temática social. Me refiero a Romance del emplazado, Romance de la Guardia Civil Española, Romance sonámbulo y otros asuntos, estremecedores por su belleza y complejidad. En toda su obra destaca una de uso común, La casada infiel.
Y otro que repetimos año con año desde más de medio siglo: “Verde que te quiero verde”, verso musical icónico, por lo trágico que contiene ese poema en su parte final.
Podría escribir mucho más, pero esta mañana inaugural del 2019 me acordé de aquella mi escuela con su grupo teatral y de aquella obra lorquiana, en apariencia insulsa, ajena al fuego que nos penetraba por las conquistas de la Revolución Nacional.
Es periodista.