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Venezuela, sin más vueltas

El 10 de enero, Nicolás Maduro Moros “juró” frente al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) para asumir su segundo período presidencial. No lo hizo frente a la Asamblea Nacional, como exige la vigente Constitución chavista de 1999, porque el TSJ la declaró “en desacato” cuando la oposición ganó inobjetablemente sus dos tercios. A los actos de investidura solo asistieron los presidentes de Bolivia, Cuba y El Salvador (no fue nadie del Grupo de Lima); y representantes de menor nivel de Bielorrusia, Turquía, Rusia, China y de la menguada izquierda Foro de São Paulo (quienes fueron a pagar deudas). Siria e Irán también lo reconocieron.

¿Le servirá a Maduro ese juramento? El mismo día, el Consejo Permanente de la OEA resolvió desconocer su legitimidad y demandar “la realización de nuevas elecciones presidenciales (en una fecha cercana) con todas las garantías necesarias para un proceso libre, justo, transparente y legítimo”. A favor de esta resolución votaron 19 países. En contra votaron solo Bolivia y Nicaragua (aliados del madurismo); Dominica, San Vicente y las Granadinas, Surinam (todos Estados caribeños dependientes de Petrocaribe); y la misma Venezuela. Se abstuvieron otros siete Estados caribeños miembros de Petrocaribe y México, que regresa a la doctrina Estrada del priismo. A ello cabe sumar el desconocimiento del nuevo gobierno de Maduro manifestado por la Unión Europea y EEUU, la ruptura de relaciones por Paraguay, el retiro de diplomáticos del Grupo de Lima, los duros comunicados de la Conferencia Episcopal y nuevas sanciones.

Venezuela está en crisis terminal: desde la asunción de Maduro en 2013, el PIB cayó un 53%. En 2018 la inflación fue del ¡1.700.000%!, y el desabastecimiento de alimentos y medicinas rondó el 80%. Cinco millones de venezolanos han emigrado (de una población total de 32 millones en 2018); hay más de 300 presos políticos y cientos de personas han muerto durante las protestas. Pero es falaz acusar de esta crisis a Maduro: fue el heredero designado por Hugo Chávez, consciente de su incapacidad para cambiar “su legado”, y de sus mentores. Por ello lo único que Maduro ha hecho ha sido continuar, sin los inmensos ingresos del período anterior, el populismo derrochador, caudillista y ególatra del difunto Comandante “eterno”, el verdadero causante del desastre.

Frente a la crisis se encuentra la Asamblea Nacional, reconocida internacionalmente como autoridad democrática pero sin poder efectivo. Coincido con Rosa Townsend en la debilidad y dispersión de la oposición representada en el Parlamento, pero considero que esa es precisamente su oportunidad: sin la mayoría de sus principales líderes (presos, exiliados, prohibidos o desacreditados), y cumpliendo la alternancia acordada, Juan Guaidó Márquez, un diputado de 35 años poco conocido del partido de Leopoldo López, se convirtió en el presidente más joven de la Asamblea. Lo demás ya es parte de la historia venezolana: su nuevo líder, ahora asumido como presidente interino y reconocido por varios países.

Ahora Maduro llama al diálogo como tabla de salvación, obviando que ya nadie cree en dialogar con él después de tantos otros llamados que utilizó para ganar tiempo. Seguro habrá un diálogo pronto, que ya estarán negociando sectores no maduristas del PSUV con la Asamblea Nacional y militares no comprometidos, pero será un diálogo sin Maduro. La detención violenta de Guaidó y su presta liberación, a pesar de las amenazas de Diosdado Cabello y de Iris Varela, evidenció una grave fractura de la cadena de mando madurista.

Terminé este artículo el domingo, quizás hoy sea historia pasada. En 1819, hace 200 años, Simón Bolívar (con 35 años, la misma edad de Guaidó) convocó el Congreso de Angostura para iniciar La Gran Colombia. Coincidencia histórica, quizás parangón y buen augurio para el reinicio de Venezuela.

* Analista y consultor político.