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Reflexiones en tiempos electoreros III

Todo cambio que se quiera hacer para mejorar el desempeño de la gerencia de los recursos minerales y energéticos del país, indispensables para la economía actual, tiene que partir, como se ha detallado en las anteriores entregas, de una propuesta de estrategia para el  aprovechamiento de estos recursos en un país con características como el nuestro, abigarrado en el concepto de René Zavaleta, donde no hay posibilidades de consenso; donde los intereses corporativos se imponen a la racionalidad, y los intereses coyunturales, a la planificación y a la visión de largo plazo.

Siempre nos hemos manejado en función de los intereses y dogmas de la política de turno. Pero, como digo en un antiguo artículo titulado Salmueras, industrialización y coyuntura —recopilado en mi libro De oro, plata y estaño (Plural Editores, 2017, págs. 179-180)—, los dogmas no dan de comer y la finitud de los procesos económicos y la vorágine de cambios tecnológicos dejan muy poco margen a la especulación teórica y a la retórica cuando de recursos minerales se trata. Hasta ahora el potencial obvio de minerales y energéticos permitió mantener este juego cruel de extractivismo puro y duro, que ha sido el sueldo del país desde su fundación. Hoy nos toca competir cuando ya no hay yacimientos obvios y debemos buscarlos con tecnología de punta que nos permita “mirar” más allá de la obviedad. El reto consiste en hacerlo más allá de la coyuntura y de los dogmas. ¿Cómo lograrlo?

Hasta ahora, el ejercicio del poder y la administración del Estado se han considerado un proceso de aprendizaje más que la aplicación de lineamientos estratégicos de estadistas y políticos de turno, y la inestabilidad política no ha permitido, con algunas excepciones, concretar políticas de Estado que prescindan de la alternancia de dogmas liberales y social-nacionalistas. Por eso, la gerencia del potencial minero y energético nunca ha sido suficientemente eficaz para concretar la transición hacia la industrialización; hace décadas que damos vueltas sobre cómo llegar a la siderurgia o cómo encadenarnos a la industrialización de nuestros salares. Hemos sembrado el país de elefantes blancos, de intentos fallidos y hemos vendido humo mientras perdíamos el tren de la historia y dilapidábamos reservas de plata, estaño, bismuto, wólfram, petróleo… y ahora es el turno del gas y del litio.

Para llegar a una estrategia adecuada de aprovechamiento de nuestros recursos, hay que definir si consideramos su extracción una opción válida de desarrollo, si queremos entrar en el circuito global y de gran escala; o si, por el contrario, estamos contentos con la política actual, que por ejemplo en el caso minero prioriza el subsector artesanal de pequeña escala, hace del Estado un inversor y un productor más y desalienta la participación del capital privado con una legislación muy dura e inapropiada.

En cada caso hay que definir el potencial y la vocación nacional y/o regional. La explotación de recursos supone impactos en el entorno y en los grupos sociales. De ahí que la relación costo/beneficio solo puede ser establecida por los más aptos en el tema,  si el debate intelectual precede a la definición política, y si transitamos hacia una real politik de la razón (en el concepto de Pierre Bourdieu). Para hablar de nuestro emprendimiento estrella del Salar de Uyuni, ¿será la mejor opción el proyecto actual en las condiciones de la industria, del timing, de la competencia regional y del probable impacto medioambiental? ¿Se tomaron previsiones o se actuó por impulso? ¿Hay alternativas de adecuación a la vocación natural de la zona para atraer turismo de aventura? El tiempo nos dará la respuesta (continuará). 

* Ingeniero geólogo, exministro de Minería y Metalurgia.