Courtney Bercan es una enfermera de Vancouver, Canadá, que trabajó con Médicos Sin Fronteras (MSF) en un barco de búsqueda y rescate en el Mediterráneo en 2016, el Dignity I. En diciembre de 2018, MSF se vio obligado a detener las operaciones de su último barco de búsqueda y rescate en el Mediterráneo, el Aquarius, debido a la presión política de varios países europeos. Esta noticia provocó recuerdos desgarradores para Courtney.

“Años más tarde, todavía no quiero pensar en eso y, mucho menos, escribirlo. Tres niños, prácticamente bebés, muertos delante de mí. Sus padres, muertos junto a ellos. Hace ya dos años que estuve en un barco de búsqueda y rescate de Médicos Sin Fronteras en el Mediterráneo, y a veces ha sido un largo camino para encontrar la resignación y la paz frente a las cosas que vimos y experimentamos allí.

A medida que mi vida en Canadá se acomodó en un ritmo predecible, los recuerdos comenzaron a surgir de la nada y de una manera muy intensa. Y exigieron mi atención. El proceso que conlleva encontrar un cierre para la muerte de un paciente, aunque no siempre es fácil, no suele ser tan difícil. Hay pensamientos y frases atenuantes para ayudarte en el camino: ‘Eran ancianos y tuvieron una buena vida’. ‘Hicimos todo lo que pudimos’. ‘Al menos ahora ya no sufren dolor’.

Como profesionales de la salud, confiamos en estas frases para mantenernos sanos. Pero ¿qué te dices a ti mismo cuando ninguna aplica? Los suyos fueron los cuerpos más pequeños que recuperamos ese día; sus vidas, cortas. Su tiempo en Libia se habría caracterizado por la privación y el miedo. Sus padres se habrían angustiado al abordar un bote lleno de gente sin chalecos salvavidas, sin posibilidades reales de llegar a Europa, y con pocas garantías de rescate si no lo hacían.

El viaje habría sido aterrador, incómodo y agotador. El sol, golpeándolos. Sus gargantas se habrían secado después de haberse quedado sin agua. El combustible chapoteando alrededor del barco, irritando y quemando su piel. Me resulta difícil pensar en el destello de esperanza que debieron haber tenido cuando vieron nuestro bote de rescate en el horizonte.

Pero entonces, alguien se deslizó en el agua, desestabilizando el barco y la psique colectiva. Se produjo pánico. El endeble bote comenzó a colapsar; las mujeres y los niños que estaban en el medio y los que estaban sentados a lo largo de los bordes estuvieron entre las primeras víctimas.

Para muchos de los que se ahogaron resulta imposible reconstruir la secuencia exacta de eventos  más allá de lo antes descrito. Pero lo que más me sorprendió de estos bebés cuando fueron traídos, sin vida, a nuestro barco fue que estaban bien alimentados. Estaban sanos y llenos de potencial, hasta que se ahogaron momentos antes de que los alcanzáramos. Ni siquiera tuvieron una oportunidad. No hay frases en este escenario. No hay palabras reconfortantes.

Tengo un recuerdo específico que he estado suprimiendo. Rara vez dejo que mi mente forme una imagen completa de ello. Cuando lo hago, lo estoy viendo desde arriba: como si realmente no fuera yo quien lo experimenta. Intento no acercarme demasiado. Definitivamente no puedo pensar en la piel fría, los dedos pequeños, la ropa mojada, el olor a gasolina (…) las ampollas del combustible. Realmente no puedo manejar las ampollas. Me consuelo pensando que cualquier persona que haya trabajado con Médicos Sin Fronteras debe tener también estos recuerdos ‘fuera de lugar’, ‘zonas prohibidas’ en su mente, ¿verdad? Esto es normal… ¿verdad?

Pero la verdad es que sabía que era hora de ‘ir’ allí, porque meses más tarde, ya sea en un autobús repleto de gente o en una caminata idílica, este recuerdo, entre otros, regresó. El recuerdo se sintió idéntico a ese momento en el barco: la tristeza se manifiesta como un cofre tan cerrado que es difícil respirar. Un pulso rápido. Un nudo en mi garganta tan grande que tuve que morderme las mejillas para controlarlo. Mi voz chillona que responde: ‘Estoy bien’ a un colega que sabía claramente que no lo estaba. Y yo sabía que ellos tampoco. ¿Cómo podrían estarlo? Y, finalmente, las reverberaciones de energía en mi corazón cuando limpiaba cuidadosamente los cuerpos de esos bebés mientras, cantaba en silencio: ‘Lo siento. Lo siento. Te quiero. Lo siento’.

Estoy aprendiendo a hacer espacio para estos recuerdos y cómo encajan en mi vida normal y muy privilegiada, pero hay ciertas cosas que me cuesta reconciliar. Nada de lo que hago puede compensar, o incluso comenzar a arreglar la increíble injusticia del hecho de que esto sucedió. No hubo un memorial para tres niños pequeños que murieron a unos pocos cientos de kilómetros de la seguridad. No hay posibilidad de transmitirles a los padres cuánto lo lamento, qué tan desesperadamente lo siento, ya que sus padres yacían en bolsas de cadáveres junto a ellos.

En ese momento tuve principalmente, y me avergüenza admitirlo, un entumecimiento sorprendente y un deseo de correr tan lejos de ese barco como pudiera. Y una parte de mí ha estado corriendo desde entonces. Entonces, ¿cómo puedo, años más tarde, encontrar una manera de honrar esas pequeñas vidas de la forma en que debieron haber transcurrido, si hubieran tenido la fortuna de nacer con el color de piel ‘correcto’ o el pasaporte ‘correcto’? ¿Qué tan arrogante soy para esperar que soy capaz de honrarlos? Ojalá tuviera una respuesta a esta pregunta; una fácil, una difícil, una incompleta… Tomaría cualquier cosa. Pero nada hace que sus muertes sean menos brutales, dolorosas o injustas. Y quizás deba aceptar que esa es realmente la única opción.

Después de meses de procesar lo ocurrido estoy empezando a sentir cierto poder en el dolor que me traen estos recuerdos. En las lágrimas que fluyen por mis mejillas mientras escribo esto, y en las náuseas y mareos que me inundan con oleadas de dolor y rabia. Una y otra vez me llega la misma frase: ‘Yo estuve allí con ellos’. ‘Ahí, con ellos’. Estábamos ahí. Pero al final, todo lo que pudimos hacer fue estar presentes. Y por primera vez veo que hay un pequeño fragmento de luz en los momentos oscuros que pasé con estos niños: puede que no haya sido testigo de sus hermosas y cortas vidas, pero fui testigo de sus muertes, y ese dolor vive en mí.

No es suficiente, ni siquiera de forma remota. No me engaño. No puedo saber sus nombres, sus juegos favoritos, ni siquiera de dónde eran; pero sé que existieron. Tengo el increíble honor de sentir el dolor de su muerte que sus padres, sin vida junto a ellos, no vivieron para sentir o llevar. El dolor no es agradable, pero no cambiaría el hecho de que estuviéramos allí solo para dar testimonio de que estos niños existieron y de la injusticia de que ya no están. Y si el dolor es el precio que pagamos por eso, el precio que pagamos por conocer y reconocer el valor intrínseco de las miles de vidas que se siguen viviendo y perdiendo en el Mediterráneo, entonces lo apreciaré. No huiré de ello. Descansen en paz las decenas de miles de personas que han perdido la vida sin sentido en Libia y en el Mediterráneo, mientras que los líderes europeos los observaban. No los olvidaremos y no permaneceremos en silencio”.

* Enfermera, colaboradora de Médicos Sin Fronteras (MSF).