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El eclipse de América Latina

En pocas ocasiones anteriores la situación del mundo ha estado caracterizada por semejantes niveles de incertidumbre y desconcierto, atribuible a una combinación perversa de circunstancias, entre la cuales cabe mencionar las reacciones masivas de amplias mayorías ciudadanas ante la concentración indecente de la riqueza en el 1% de la población mundial; el debilitamiento generalizado de los sistemas tradicionales de representación política; la proliferación de corrientes nacionalistas, racistas y xenófobas en varios países; la captura del poder por parte de personajes de clara orientación autoritaria mediante la demagogia y la manipulación digital de la información de los electores; así como la amplitud que han adquirido la corrupción, el crimen organizado y la violencia descontrolada.

La incapacidad de los sistemas políticos convencionales para responder adecuadamente a todos estos problemas ha traído consigo el ostensible deterioro de los valores humanistas, el Estado de derecho y la gobernabilidad democrática. Por otra parte, las pugnas geopolíticas y los intereses particulares han ingresado con fuerza en la escena internacional, donde operan actores como Rusia, Irán y Turquía, gobernados por líderes autocráticos u oligarquías corruptas, que recortan sistemáticamente los derechos humanos de sus opositores, en particular en lo que tiene que ver con las libertades de opinión y organización.

Tampoco se puede olvidar que la transformación de China en una potencia de primer orden trae aparejados complejos problemas de compatibilidad entre la indudable promoción internacional del multilateralismo económico y financiero por parte del país asiático, y el régimen autoritario de partido único que caracteriza a su sistema político interno.

Bajo tales circunstancias, resulta sumamente difícil la reforma del sistema multilateral de las Naciones Unidas en sus diversos ámbitos, de manera que se adecue mediante consensos colectivos a las nuevas condiciones demográficas, políticas y tecnológicas imperantes en el mundo. El debilitamiento de los mecanismos multilaterales y la instalación de una nueva constelación de disputas geopolíticas en gran escala provoca, por el contrario, la fragmentación del orden internacional en subsistemas económicos de alcance regional, zonas de conflictos militares internacionalizados y grupos de países afectados por graves crisis humanitarias.

La revolución tecnológica en su versión actual de robotización y aplicación creciente de la inteligencia artificial contiene, por último, un gran potencial disruptivo de las formas conocidas de producción y empleo, que ocasiona comprensible temor ante la probabilidad de que refuerce la concentración del poder y la riqueza en pocos monopolios en el mundo.

Por su riqueza de recursos naturales, la ausencia de conflictos religiosos y el carácter mayoritariamente mestizo de su población, todo haría pensar que América Latina puede jugar un papel relevante en la búsqueda negociada de un nuevo orden internacional, capaz de garantizar la convivencia pacífica de diversas culturas, sistemas políticos y niveles de desarrollo. Pero lejos de esto, preocupa en estos momentos la incapacidad que demuestra la región para resolver sus conflictos políticos sin injerencia externa.

Sin olvidar todas las críticas que se puedan hacer a los gobiernos que impulsaron el ciclo nacional-populista, es necesario reconocer que mediante la creación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), ellos buscaron establecer mecanismos exclusivamente latinoamericanos para promover la cooperación y la solución de crisis políticas particulares. Por eso resulta deplorable que el nuevo ciclo político de derecha en la región propicie sin tapujos la injerencia de Estados Unidos en la crisis de Venezuela.