Este año será el del 40˚ aniversario de la revolución que derrocó a la dictadura de la familia Somoza. Cuando se rompa ese ciclo que parece fatal en nuestra historia, donde las tiranías parecen repetirse sin fin, la piedra que Sísifo ciego debe empujar eternamente hasta la cima de la montaña no tendrá que rodar de nuevo al plan del abismo. Habremos cambiado dictadura por democracia.

La derrota definitiva del régimen del último Somoza se debió a tres factores fundamentales. El primero de ellos fue el alzamiento popular encabezado por el Frente Sandinista, con la participación de miles de jóvenes de ambos sexos y de todas las clases sociales, hasta llegar a convertirse en una verdadera insurrección nacional.

El siguiente factor fundamental fue el respaldo que los jóvenes en armas recibieron de todos los sectores ciudadanos, sin ningún distingo, muchos alentados por su compromiso cristiano. La aparición del Grupo de los Doce, formado por empresarios, sacerdotes, profesionales e intelectuales, dio a la organización guerrillera peso político nacional e internacional.

Y el tercero, pero no el menos importante, fue la alianza latinoamericana que se logró forjar, sin que tuviera una identidad ideológica. Los presidentes se guiaban más bien por el repudio a un régimen que se basaba nada más en la represión brutal. Era la última de las viejas tiranías familiares de las “repúblicas bananeras#, un término acuñado por O’Henry en su novela De coles y reyes.

En esta alianza fueron fundamentales Venezuela, Panamá, Costa Rica, México y Cuba. El solo apoyo de Cuba, con cuyo sistema los comandantes guerrilleros sandinistas se identificaban, no hubiera sido suficiente. Más bien es lo contrario. Este apoyo, con pertrechos de guerra, fue posible porque otros países de diferente signo político, con sistemas basados en la democracia representativa, estuvieron presentes; y algunos de ellos prestaron también auxilio bélico, como Venezuela y Panamá, y recursos materiales, como México, para no hablar de Costa Rica, que se convirtió en retaguardia de la lucha armada.

La llegada de Jimmy Carter a la presidencia de Estados Unidos en 1977 abrió una nueva puerta en las relaciones de Washington con América Latina, como pudo verse con la firma ese mismo año de los tratados Torrijos-Carter que devolvieron a Panamá la soberanía del canal. Y la intimidad de medio siglo con la dinastía de los Somoza llegó a su fin con la nueva doctrina de derechos humanos proclamada por Carter.

El general Torrijos conocía bien la calaña de Somoza, cegado por su obscena voluntad de quedarse para siempre en el poder. Rodrigo Carazo era presidente de Costa Rica, un país democrático por convicción y tradición, que había soportado por el último medio siglo la vecindad de una dictadura de aquella calaña, y quería para Nicaragua un gobierno igualmente democrático. Y Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, venía de la tradición socialdemócrata de Rómulo Betancourt; sabía cuánto se parecía la dictadura de Pérez Jiménez, bajo la que había salido al exilio, a la del viejo Somoza, fundador de la dinastía.

Y en aquel alineamiento de los astros, la figura del presidente José López Portillo de México resultó crucial. Su respaldo fue constante, oportuno y generoso. Me recibió no pocas veces, y puso en sintonía a su gabinete para darnos apoyo, antes y después del triunfo de la revolución. Rompió relaciones diplomáticas con Somoza en mayo de 1979, y nos había pedido que le dijéramos cuál sería la mejor oportunidad para hacerlo. Cuando vino por primera vez a Managua en 1980 en visita oficial, alguno de sus secretarios le preguntó durante el vuelo qué tratamiento habría que dar a Nicaragua en cuanto a ayuda material, y él respondió que igual a cualquier otro estado de México.

Era el fruto de una larga y generosa tradición. El poeta nicaragüense Solón Argüello, secretario privado del presidente Francisco Madero, fue fusilado en 1913 tras el golpe de Estado que culminó con la dictadura de Victoriano Huerta; combatientes mexicanos pelearon durante la revolución, y murieron en tierra nicaragüense.

El presidente Plutarco Elías Calles respaldó con armas a los insurrectos liberales que se alzaron en Nicaragua en defensa de la Constitución en 1925. El presidente Emilio Portes Gil acogió a Sandino en Yucatán en 1929. Y México fue clave en las gestiones del grupo de Contadora para lograr los acuerdos de paz de 1987 que llegaron a poner fin al conflicto armado con la Resistencia Nicaragüense. En América Latina nada es nunca hacia adentro. La libertad ha sido siempre una causa común.