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Muros son murallas

Lo mínimo que podemos decir es que resulta al menos paradójico que, en pleno proceso de maduración de la globalización empeñada en romper fronteras comerciales y achicar simbólicamente el mundo, se repongan prácticas medievales de amurallamiento. ¿Qué si los tenemos en nuestro continente? ¡Muchos y con distintas formas! Veamos dos de ellas, representativas del tiempo que vivimos.

Mucho se ha escrito, y se tiene que seguir resistiendo, sobre el pretendido muro que Trump quiere erigir con los ladrillos de narrativas separatistas disfrazadas de un manto de discriminación positiva entre migrantes latinoamericanos buenos y malos, o legales e ilegales. Sin el ánimo de profundizar en sus componentes, en este artículo destaco tres de sus aspectos: La medida está amparada en las nociones de la migración internacional que a partir del 11-S se teje en concepciones de seguridad coercitiva y represiva asociadas al terrorismo. Segundo, la ilegalidad resulta funcional a las características de una organización económica precarizadora que se dinamiza con el funcionamiento de redes internacionales de traficantes de mano de obra extranjera. Por lo que, en realidad, nuestros migrantes, desplazados por las economías de nuestros países, resultan siendo “refugiados económicos” amparados por la informalidad de la economía receptora, desde donde aportan al menos con un 18% al PIB continental.

El otro muro, xenofóbico, que ciertamente hace también parte de los ladrillos del muro de Trump, no es ajeno a las dinámicas de nuestros países, especialmente con los desplazados, que se someten a situaciones de compleja sobrevivencia en sociedades donde se tejen imaginarios discriminatorios, que Immanuel Wallerstein los identifica en cuatro razones: primero, porque se ha internalizado que estarían reduciéndoles posibilidades laborales a los nacionales; segundo, porque dicen que podrían constituirse en una carga con costos por beneficios; tercero, porque temen que serían absorbidos por la criminalidad; y cuarto, porque al preservar las costumbres y redes de relaciones con sus países de origen, estaría alterando las rutinas sociales y la integridad nacional.

El caso emblemático actual son los desplazados venezolanos, cuya égida se ha convertido en un problema de carácter regional, y que es atendido en nuestros países entre muestras de solidaridad y de resistencia. Varios de nuestros países, sobrepasados por el volumen de la migración, han optado por forzar soluciones en la nación de origen. Mientras que en el plano poblacional se está dejando de considerar la situación de dramática vulnerabilidad sobreviviente que caracteriza sus vidas.

Dirán que no se trata de trata solo de identificar las formas de amurallamiento en los países receptores, sino que se deben considerar en la misma dimensión las causas que provocan la migración, y tienen razón. Una línea de explicación está en los desequilibrios económicos internacionales, la pobreza, la desigualdad, la exclusión y la degradación ambiental. Y otra fuente de desplazamiento son la inseguridad, la violencia, la fragilidad de las democracias y la violación sistemática de los derechos humanos. En los éxodos contemporáneos de nuestro continente, ambas líneas de explicación se están entrecruzando.

Digamos, finalmente, que los muros son también murallas para los tratados internacionales como el carácter universal de la Convención Internacional sobre los Derechos de los Trabajadores Migrantes y sus Familiares, aprobada en 1990 por las Naciones Unidas, y que reconoce a los migrantes internacionales, independientemente de su nacionalidad, raza, credo o color, con derecho a un trato decente y humano.

* Sociólogo y comunicólogo boliviano, ex secretario general de la Comunidad Andina de Naciones (CAN).