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¿Qué se juega en Venezuela?

La situación de Venezuela ha sido deliberadamente direccionada a un maniqueísmo: con Maduro o contra Maduro. Es una disyuntiva artificial, tanto para la propia ciudadanía venezolana, como para los gobiernos de la región, los organismos internacionales y la opinión pública mundial, porque las cosas no son tan simples.

Venezuela vive una polarización política de alta tensión; sin embargo, cuenta con los instrumentos constitucionales para dilucidar y resolver soberanamente su crisis. En ese marco, es natural el disenso, la discrepancia y hasta la confrontación entre partes de una misma sociedad. Lo que no es natural es que una facción de ella se subordine al poder internacional en contra de su propio país.  Porque eso es lo que hace la oposición venezolana: brindarse como operador interno de la rapacidad externa: “No existió en Venezuela, ni en otras naciones, una oposición más divorciada del concepto de Patria, más dispuesta a venderse al mejor postor que la que hoy tiene el país”, declaró con lucidez José Vicente Rangel.

Al Presidente venezolano le toca asumir la responsabilidad y las consecuencias de los desaciertos acumulados en su gobierno que llevaron a su país a la difícil situación interna y externa que ahora enfrenta. Ese conjunto de acciones y omisiones, junto al sabotaje de los intereses hegemónicos globales, cómo no, derivaron en la desestabilización de Venezuela, dando como resultado el caldo de cultivo propicio para la embestida por el control de las mayores reservas petroleras del planeta.  En eso estamos ahora mismo. 

Pero ninguno de los factores de la crisis interna de Venezuela justifica la coacción que se cierne sobre ese país. Porque así como la oposición venezolana se desempeña apátrida, un conjunto de gobiernos “hermanos” también lo hace; para no hablar de aquellos países europeos, de viejo cuño colonial, que se atreven a instalar condiciones a la política interna de Venezuela, con plazo perentorio, so pena de amenazas de gravísima connotación, sentando jurisprudencia injerencista. ¡Inadmisible!

Si al apoyar a Maduro estamos dando la espalda a una ciudadanía en carestía y dificultades, y defenestrándolo allanamos el camino de la intervención, ¿dónde ubicamos nuestra moral?; es la pregunta mínima que la circunstancia nos pone. Traigo a la memoria un hecho histórico. Cuando se desató la guerra de las Malvinas en abril de 1982, gobernaba la Argentina una dictadura militar que para entonces ya había consumado atrocidades en contra de los derechos humanos y la democracia. El mundo lo sabía. ¿Qué cabía ante un enfrentamiento bélico entre Argentina e Inglaterra en aquel trágico contexto político del Plan Cóndor? Recordemos que la Cuba de Fidel Castro no dudó un instante en apoyar al país latinoamericano, inclusive ofreciendo apoyo logístico. ¿Sobre qué sustento analítico? Un principio básico: la Patria Grande, ese legado martiano que nos permite comprender la dimensión mayor de nuestra pertenencia histórica. Cuba se jugó por ella, no obstante el abismo ideológico que la separaba de Argentina.

Desde luego Nicolás Maduro es la antípoda de los Galtieri y los Videla de aquel entonces, pero las dificultades que le toca administrar pueden llevar a la ciudadanía de a pie (allá y en todas partes) a desconcierto y error, y a Venezuela, a la tragedia. Maduro, ¡no te equivoques!; y nosotros, no nos confundamos: lo que está pasando en Venezuela se parece mucho al Chile del 73, a Granada del 83, a Panamá del 89, para poner sólo algunos casos, todos coincidentes en la fabricación de escenarios de “justificación” para la intervención política militar de patrias chicas, que conforman la Patria Grande.

Como cultura latinoamericana, por la historia y el destino comunes, por el mandato visionario de los próceres, debemos respaldar la soberanía venezolana, propiciando espacios de diálogo interno en la línea marcada por México y Uruguay, y cerrando filas; porque la próxima inmolación podría intentarse en Bolivia.   

Es compositor