Estamos en un tiempo en que se tiende a creer solo en lo que ratifica nuestros deseos. Lo que los contradice es sospechoso o producto de alguna conspiración. Por tanto, nuestros esfuerzos no se concentran en analizar razones basadas en datos y menos aún en dejarnos sorprender por lo imprevisto, aunque esté sustentado, sino en seleccionar e insistir en argumentos que ratifican nuestras creencias.
Así avanza el debate sobre los resultados del censo, distrayéndonos de las cuestiones reales que esas estadísticas describen. Guerras al cohete que se sostienen porque hay intereses políticos. Resulta grotesco pensar en sus desenlaces, ¿“abrir todas las cajas” contando manualmente cada boleta censal con testigos de partidos y “cívicos”? ¿“anular el censo” para hacer otro hasta que sus resultados satisfagan a los que se sienten agraviados, que son prácticamente todos?
El corazón del conflicto es una política descompuesta que vive exclusivamente en función de la batalla electoral del 2025. El censo es para ellos únicamente un instrumento más para sacarse la mugre, como los incendios, los dólares y un largo etcétera.
Por lo pronto, intentemos alentar un debate sensato y prudente sobre los datos, por el momento parciales, pues, como ya se sabía, el resto de variables del censo estarán recién disponibles el próximo año. Los especialistas saben que será ahí donde se podrá verificar con gran precisión su consistencia técnica definitiva.
Tendríamos que estar reflexionando sobre la transformación sociodemográfica que esas cifras nos sugieren: el tránsito a un país con menor natalidad y mortalidad, por tanto con menor crecimiento de población, la desaparición de las clásicas fronteras urbano-rurales y la emergencia de conurbaciones con diversos estilos de urbanización, las nuevas practicas culturales de las clases medias o el protagonismo de las mujeres en la economía y los avances en sus autonomías.
Cambios, varios de ellos positivos y expresiones de una sociedad dinámica, que está avanzando, en la que se vive mejor que hace treinta años pese a todo, más integrada social, regional y étnicamente de lo que quisieran los que apuestan a su fractura.
Un país que tampoco es una excepción o una anomalía, que está experimentando a su modo procesos que ya pasaron en la región hace más de dos décadas. Es decir, lo extraño habría sido seguir creciendo en población a las mismas tasas del anterior siglo, como si nada hubiera pasado: la tasa de crecimiento anual intercensal entre 1992 y 2001 fue de 2,7%, de 1,7% entre 2001 y 2012 y de alrededor del 1% entre 2012-2022. La tendencia es clara.
Era previsible que la dinámica demográfica tenía que reducirse en las zonas urbanas centrales, pobladas mayoritariamente por clases medias y personas de mayor edad, mantenerse elevada o acelerarse en los conurbados urbano-rurales aledaños a los centros, donde hay aún mayor movilidad y migración interna, y reducirse en las zonas rurales más alejadas. Los datos lo ratifican.
Por ejemplo, la ciudad de La Paz ya evidenció esa tendencia en 2012 y se ratificó en este año, su población se reduce, lo cual se verifica con información de otras fuentes: en 2000, los establecimientos escolares de la ciudad albergaban a 234.000 estudiantes, en 2023 ese número se redujo a 185.000 según el Ministerio de Educación. Las mismas estadísticas muestran una desaceleración del crecimiento de la matricula desde 2016 en El Alto después de un gran salto y en Santa Cruz de la Sierra a partir de 2019.
Otro ejemplo: el padrón electoral, que ratifica grosso modo tendencias que algunas personas insisten en no creer: ya no somos una sociedad con gran número de niños y niñas, la población en edad activa y que puede votar está aumentando, como lo sugiere el dato censal de población contrastado preliminarmente con el padrón. En Perú y Ecuador, por tomar dos casos, la población mayor a 18 años representa el 70%, como ahora en Bolivia, y en Argentina 74%.
A todos esos fenómenos, los demógrafos le llaman transición demográfica. Por supuesto, esos razonamientos precisan ser confirmados, evaluados y contextualizados en los diversos escenarios socioterritoriales del país. Hay que hacerlo, si las discrepancias se refieren a esas preguntas, todos ganaremos, lo otro es instrumentalización política y pérdida de tiempo.
Armando Ortuño Yáñez
es investigador social.