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El nuncio en apuros

El primer encuentro que tuve con el entonces internuncio monseñor Luigi Ventura fue en la Nunciatura Apostólica situada en la Avenida Arce, en la misma casa que asiló a la presidenta Lydia Gueiler luego del golpe de Estado protagonizado por Luis García Meza, el 17 de julio de 1980. Como ministro de Educación y Cultura, mis relaciones con la misión papal fueron fluidas y en esos dramáticos momentos, la complicidad contra la dictadura se incrementó. Aquel tiempo, Ventura era un joven funcionario vaticano, cuyo dinamismo fue sobresaliente. Años más tarde, cuando yo ejercía la Embajada en Ottawa, lo volví a encontrar, esta vez como Decano del Cuerpo Diplomático, confirmando su brillante carrera ascendente. Finalmente, igual función cumple hoy en París, su última asignación antes de su jubilación. Hasta aquí, la capital francesa le brindaba la posibilidad de gozar “la vida en rosa”. Pero, lamentablemente el 17 de enero pasado, durante la presentación de votos por el nuevo año, a la alcaldesa de París, ocurrió un episodio ingrato para el sofisticado y suave purpurado. Según la prensa local, un alfil municipal treintañero, bien parecido y afeminado, depositó ante la Fiscalía una denuncia formal contra el prelado acusándolo de acoso sexual agravado e insistente en tres ocasiones en que —según dice— la mano eclesiástica exploró ávidamente sus partes pudendas y cuando el mancillado munícipe optó por alejarse molesto, el eclesiástico persistió en sus intentos palpándole el trasero con evidente apetito erótico. La Fiscalía parisina, siguiendo el protocolo en vigencia gestiona, a través de la Cancillería, el levantamiento de la inmunidad diplomática en que se ampara monseñor Ventura, para luego entablar la aplicación del artículo 40 del Código Penal.

Esta desagradable circunstancia coincidió con el sínodo episcopal que se reunía en Roma para tratar la epidemia de acusaciones de pedofilia que mancha la alta curia y que provocó el defenestramiento del cardenal australiano George Pell (74), tercero en el orden jerárquico de la burocracia vaticana.

Mal momento para el papa Francisco, cuando también el periodista investigativo francés Frederic Martel, lanza su libro Sodoma, cuyas 600 páginas revelan la red de compadrerías que encubre la homosexualidad inserta en la Santa Sede, hasta el punto de haberse afincado en una suerte de cultura gay de legendario secreto. El autor, dentro de lo políticamente correcto, no objeta la homosexualidad, sino la hipocresía manifiesta en la posición de la Iglesia, contraria a esa opción de género. Por añadidura, las salas parisinas muestran la película de François Ozon, que bajo el título de Gracias a Dios, registra la secuencia de aquel largo pleito judicial de la asociación que agrupa al menos 80 víctimas de la pederastia ejercitada en la diócesis de Lyon, por el padre Bernard Preynat y, supuestamente, apañada por el cardenal Phillipe Barbarin, arrastrado también en el caso.

Otro filme difundido actualmente Religiosas abusadas, el otro escándalo de la Iglesia producido por Marie-Pierre Raimbault y Eric Quintin, expone declaraciones documentadas por monjas ultrajadas por curas libertinos, en los años 70. Una de ellas, ingenuamente, acepta su vulnerabilidad declarando que su agresor afirmaba ser “el pequeño instrumento de Jesús”.

Tantas denuncias acumuladas y difundidas mediáticamente al mismo tiempo, parecieran ser intencionalmente orquestadas para provocar profundas reformas —entre otras— en el obstinado principio que exige el celibato sacerdotal, considerado por muchos, un martirio contra natura, fuente de las peores aberraciones colaterales.

* Doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia