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Las mujeres del Día de la Mujer

Si hay algo que celebrar el 8 de marzo es que todas esas mujeres estamos cambiando el mundo.

/ 22 de marzo de 2019 / 03:49

Todavía recuerdo cuando a los dos años mi hija me robó un par de compresas y se las pegó en la espalda. Decía que eran sus alas. No le dije entonces que estaba jugando a volar con algo que algún día aguantaría su propia sangre, algo que le recordará que, en una mujer, cuerpo y destino son la misma cosa. No puedo pensar en algo más simbólico que el hecho de que ese día haya llegado para mi hija en la misma semana del 8 de marzo (8M), el Día de la Mujer. Aunque menstruar nos ha expuesto siempre a discriminaciones, no son tantas como las que deben soportar las mujeres transgénero, quienes sangran de muchas otras maneras: son a quienes más matan y las que menos esperanza de vida tienen. En América Latina, el 80% de las mujeres trans mueren a los 35 años o antes.

El gran mensaje del 8M, algo que me gustaría contarle a mi hija, es que hay muchas maneras de ser mujer, algunas más duras y dolorosas que otras. Eso que celebramos el 8M no es algo esencial ni biológico. También hemos conseguido que no sea otra fiesta de consumo capitalista más: pese a los intentos de absorción al sistema, no es la Navidad de las mujeres. Son muy pocos los que compran flores ese día para felicitar a una mujer sin que acaben tirándoselas por la cabeza.

El 8M es otra cosa: en los últimos años ha adquirido una fuerza política y reivindicativa global que se traduce en una defensa de la igualdad también en lo social, en llamamientos a huelgas laborales masivas, a combatir los feminicidios y el sistema de justicia patriarcal (como demostró, apenas el año pasado, el caso de la Manada en España), a derribar los estereotipos de género y también a reflexionar sobre la economía y el trabajo no remunerado, que seguimos realizando sobre todo las mujeres.

El movimiento femenino está trabajando por dar más espacio a nuevos sujetos políticos, que no son los privilegiados, y por otras formas de hacer, de decir y de organizarse, porque al final la violencia patriarcal nos atraviesa a todas: en los primeros 30 días de 2019 al menos 282 féminas fueron asesinadas en América Latina solo por el hecho de ser mujeres. Esa vulnerabilidad que nos pone al margen de las prioridades estatales y la falta de políticas que nos contemplen en nuestra diversidad es lo que hoy nos une.

Hay muchas maneras de ser mujer, algunas más duras y dolorosas que otras. Tuvieron que venir las mujeres negras a decirles a las blancas que sus experiencias no necesariamente eran las mismas. Tuvieron que venir las proletarias a decirles a las de clase media que de ninguna manera vivían igual. Tuvieron que venir las migrantes para recordarles a las que tienen papeles que ellas cargan con sus propios dolores. Tuvieron que venir las putas para reclamar que ellas también tienen derechos. Tuvieron que venir las mujeres trans, las indígenas y tantas más para enriquecer nuestra definición de “mujer” y ampliar el catálogo de experiencias y reclamos.

Ninguno de estos colectivos de mujeres, sin embargo, representa por sí mismo y exclusivamente al feminismo o al 8M. Aunque la palabra interseccional suena rara y complicada, lo que importa es lo que contiene: el feminismo nunca ha sido uno solo ni puede serlo. Las luchas son múltiples como las opresiones. Y eso es lo que me gustaría que mi hija observe: que el nuestro no es un bloque uniforme de gente, que lo que nos une a veces es lo que nos separa y esa no es una mala noticia, porque la diversidad no le resta potencia a nuestro reclamo de ser vistas, de que nuestras voces sean escuchadas.

El feminismo del siglo XXI que salió a las calles el 8M debe seguir alimentándose de sus disidencias, mantenerse incómodo, inmoderado y haciéndose las preguntas urgentes, con más ternura que dureza.

Y lo digo porque yo misma he sido demasiado dura y reactiva en mis textos o en mis reclamos. Me gustaría que nuestra palabra sirviera más para reflexionar juntas y menos para deslegitimarnos o silenciarnos, para no acabar desactivadas por nuestras propias contradicciones. Que conversemos y debatamos no para quitar carnets de feministas a las que no siguen la ruta hegemónica, sino para seguir ampliando y asumiendo los temas que aún están abiertos como parte de la naturaleza diversa de nuestra lucha.

Ojalá mi hija pueda volar con esas alas compresas, o con las que elija. Y lo hará porque antes que ella existieron otras mujeres que no se resignaron y no dejaron de reclamar derechos cuando no los teníamos. Cuando salgamos a la calle me gustaría que mi hija pudiera sentirse parte de ese colectivo tan diverso que sigue exigiendo más derechos y más libertad. Si hay algo que celebrar el 8 de marzo es que todas esas mujeres —capaces de trabajar juntas y crear sus fortalezas desde la diferencia, que trabajan por encontrarse y entenderse— estamos cambiando el mundo.

* Escritora y periodista peruana; autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí; colaboradora del New York Times News. © New York Times News Service, 2019.

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Discrimina y vencerás… en los comicios peruanos

La pandemia en Perú también ha revelado las enormes falencias de su sistema político.

/ 5 de febrero de 2021 / 01:02

Perú celebrará elecciones presidenciales en medio de inestabilidad política y una crisis de salud por la pandemia. En un país confinado y donde solo el 40% de la población tiene acceso a internet, las campañas virtuales son una posibilidad y un dilema.

Keiko Fujimori y Julio Guzmán, dos de los aspirantes que tienen mayor intención de voto — junto con George Forsyth, Verónika Mendoza y Yonhy Lescano—, han hablado de hacer una campaña, al menos parcialmente, digital por el incremento de los contagios de la segunda ola de la pandemia. Parece un argumento sensato. Perú es el país con más muertos por el COVID- 19 por millón de habitantes en Sudamérica. En ese contexto la propuesta podría interpretarse como un gesto de responsabilidad social si no fuera porque aproximadamente el 60% de la población no tiene acceso a internet en casa.

El presidente, Francisco Sagasti, anunció de manera reciente la cuarentena total en la mayoría de ciudades al menos para los próximos días, en los que los candidatos no podrán movilizarse por el territorio, salvo las pocas zonas que no están bajo alarma extrema.

La pandemia no solo ha dejado en evidencia que en el Perú no existe un sistema de salud capaz de hacer frente a esta crisis, también ha revelado las enormes falencias de su sistema político. A solo tres meses de las elecciones, este sistema no puede garantizar que la mayoría de las personas pueda ejercer un voto informado debido a la abismal brecha digital. A la discriminación económica, sanitaria y laboral, se suma la que limita la participación democrática.

El discurso concienzudo a favor de la virtualidad de las elecciones solo se lo pueden permitir candidatos que, como Keiko Fujimori, cuentan ya con una red de apoyo de medios, leales a su proyecto político desde la década en que gobernaba su padre, o que tienen gran influencia y una buena base de seguidores. Una campaña exclusivamente virtual se la pueden permitir también los candidatos como Guzmán y Forsyth, cercanos al poder y a los círculos empresariales que podrían contar con grandes recursos para invertir en las pautas de internet y redes, además de contar con respaldo mediático.

En esas condiciones, quizás la única candidata de izquierda que parte con posibilidades, Verónika Mendoza, de Juntos por el Perú, no solo está en desventaja, sino que sus oportunidades de competir se reducen. Sin un nombre tan reconocible como Fujimori o sin el respaldo de las élites empresariales (como Forsyth y Guzmán), su campaña necesita de la calle y del arrastre popular. Por ahora Mendoza no ha hecho grandes eventos de campaña pero sí se está moviendo respetando los protocolos de seguridad. Aun así algunas encuestas la colocan ya en segundo lugar.

Perú no es Francia o Estados Unidos, donde también se llevaron a cabo elecciones en plena pandemia, y donde ha funcionado el voto en ausencia y otros protocolos pandémicos. En el Perú eso es imposible. Para emitir su voto, que sigue siendo obligatorio, mucha gente suele desplazarse largas horas desde sus comunidades hasta los centros de votación. Si la campaña pasa a ser solo virtual, ese alto porcentaje de personas no podrá ser parte del proceso previo de los comicios, ni tomar contacto y escuchar las alternativas sobre la mesa para forjarse una opinión. Y eso se llama exclusión.

Hace unos días algunos hablaban de postergar las elecciones. Pero pese al nuevo confinamiento y toques de queda recién decretados, la idea de postergar las elecciones por unos meses no solo no resolvería la brecha digital. También daría más margen a la polarización que se vive en las calles entre bandos políticos, entre negacionistas de la pandemia, activistas por la reactivación económica a toda costa y defensores de la cuarentena y los protocolos sanitarios.

Es necesario emprender un proceso electoral limpio y sin más demora para poner en marcha una nueva etapa tras un año políticamente convulso. Ese debe ser el inicio para que el país entre en la senda de la reconstrucción en el año en que se proyecta celebrar el bicentenario de su independencia. En cuanto se reabra la circulación, las autoridades deberían seguir permitiendo a los partidos difundir su mensaje en igualdad de condiciones y estos esforzarse por hacer un trabajo pedagógico y cívico de cuidados mientras se garantiza la democracia participativa.

Eso sí, no olvidemos a la hora de votar que esta disyuntiva sobre la campaña digital ha revelado también algo que es tan obvio como estremecedor: lo alejados que pueden estar de la vida de la gente muchos de los que quieren ser presidentes del Perú. Tal parece que siguen su propia máxima: discrimina y vencerás.

       Gabriela Wiener es escritora y columnista de The New York Times.

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