Es probable que el cambio climático sea el suceso potencialmente más grave para la sociedad humana, tal como está configurada hoy. La evidencia científica acerca de su existencia y posible aceleración es aplastante. Así como sus causas: la masiva emisión a la atmósfera de gases de efecto invernadero, principalmente dióxido de carbono, derivada, en primer término, del uso de los combustibles fósiles como fuente de energía. La composición de la atmósfera está cambiando, como demuestran los datos sobre la presencia de estos gases y su evolución en el último siglo en comparación con los correspondientes a épocas pasadas. Nunca en la época preindustrial ha llegado a superar el dióxido de carbono en la atmósfera las 300 partes por millón (ppm), mientras que ahora ya estamos en 410 ppm y los científicos estiman que sobrepasar las 450 ppm haría imposible que el aumento de la temperatura media se mantuviera por debajo de los 2 grados.

Parece haber una extendida preocupación por este fenómeno entre poblaciones y dirigentes políticos (con excepciones de peso, como la del Presidente de EEUU), y sin embargo no se están produciendo medidas de impacto suficientes como para evitarlo o, al menos, reducirlo a dimensiones gestionables. Los acuerdos de París fijaron como meta contener el aumento de la temperatura media del planeta respecto de la época preindustrial en 2 grados (y preferiblemente en 1,5 grados) a finales de este siglo, pero las medidas anunciadas para lograrlo, aun en el caso de que se cumplieran, no alcanzarían esa meta. Ya llevamos un aumento de 1 grado y países como EEUU se han retirado del acuerdo.

¿A qué se debe esta desproporción entre decisiones efectivas y peligros latentes? En primer lugar, el cambio climático es un fenómeno global, cuyos efectos alcanzan a todos, hayan o no contribuido a él. No hay correlación entre conductas y efectos. Para hacer frente a este fenómeno, haría falta una especie de gobierno mundial como el evocado por Bertrand Russell y otros pensadores del pasado reciente. Pero las grandes decisiones políticas se siguen tomando hoy por los gobiernos nacionales, y no parece que la cosa vaya a cambiar. Aunque a largo plazo la lucha contra el cambio climático propiciará nuevas actividades económicas y será una fuente de oportunidades, a corto plazo implica cambios que pueden ser molestos o perjudiciales para determinados sectores. Si un país prefiere no hacer nada ni incomodar a nadie, se beneficiará, de todas formas, de los esfuerzos hechos por los demás. Por el contrario, si decide tomar las medidas adecuadas, sufrirá los rigores del cambio si el resto no hace un esfuerzo similar. Cada cual espera que los otros actúen.

Algo parecido sucede con las personas y los sectores dentro de cada país. Cada vez que se toma una medida, por modesta que sea, en el sentido de luchar contra el cambio climático: disuadir del transporte privado con obstáculos al aparcamiento, o impuestos sobre el combustible, limitaciones al consumo de electricidad, supresión del carbón, impuestos verdes u otros, la mayoría de los afectados se rebela, a veces violentamente. Sin embargo, esas mismas personas se declararán preocupadas por el cambio climático y defensoras de que se tomen las medidas más enérgicas para combatirlo. Aunque se sobrentiende que esas medidas siempre afectarán a otros.

Quienes un día protestan contra alguna medida concreta que se percibe como perjudicial, al siguiente se manifestarán a favor de que el Gobierno tome decisiones drásticas contra el cambio climático. Pero las decisiones de los gobiernos por fuerza deben afectar a los ciudadanos, directamente o a través de restricciones a empresas que proporcionan energía o usan la energía para producir bienes consumidos por el público. Lo que ocurre es que en cualquier medida que se tome siempre se podrá encontrar personas o empresas menos afectadas por ellas y, por tanto, siempre se podrá exigir que se empiece por otros. O lo que es lo mismo, que no se empiece nunca.

La lucha contra el cambio climático requiere cambios en el comportamiento de empresas y personas; es imposible que se desarrolle sin que a nadie le afecte. Habrá que actuar sobre líneas de transporte de electricidad, y más si se aspira a la electrificación de nuevos sectores como el de transporte por carretera, dispositivos de almacenamiento masivo de energía que hagan viable el uso de las energías renovables, nuevas plantas solares o eólicas que afectarán a determinados entornos naturales y todo un conjunto de actuaciones solo posibles si van acompañadas de un cambio de mentalidad en el público. En una sociedad democrática no es posible que los gobiernos actúen en una determinada dirección si no hay consenso social favorable. Y no solo en las palabras, sino también en las actitudes.

* Rector de la Universidad Autónoma de Madrid.