Icono del sitio La Razón

Para entender nuestras ‘encuestitis’

En mi anterior columna (si alguien tuvo la gentileza de leerla y, aún más, de recordarla) hablé de la importancia de cimentar conocimientos para entender sondeos y encuestas. Lo haré, pero no sobre “qué anuncian” (en tiempo electoral huelga decir que presuntos “ganadores” y “perdedores”), sino sobre “qué son”. Me basaré primero en lo descriptivo, tema que he tratado (autopropaganda dixit) en muchos artículos y en cinco libros de mi autoría —Manual para campañas electorales (2002), Encuestas, medios y elecciones (2003), De encuestas y elecciones en Bolivia 2009 (2010), Manual para ganar elecciones (2013) y, en puerta de salir, Cómo ganar elecciones—, para a molto grosso recordar las características principales de los sondeos y las encuestas.

El sondeo de opinión, uno de los instrumentos de investigación de mercado más empleado, usualmente se utiliza para recoger información sobre algún aspecto específico de interés para los estrategas de la campaña electoral. Por eso es directo y escueto, con una o no más de dos o tres preguntas, y evitando siempre las respuestas abiertas, ya sea de opinión o percepción. Es muy útil para complementar periódicamente aspectos puntuales de la información obtenida en encuestas. En un sondeo de opinión, no es requisito que la muestra de investigación sea estadísticamente confiable (aunque sería recomendable), pero deberá ser lo más promedio posible de la composición del electorado.

A su vez, la encuesta probabilística permite recoger información mensurable del electorado en muestras estadísticamente confiables y lo más promedio posible de ese universo objeto de estudio (electores) sobre el cual se va a actuar (si bien no es imprescindible, es recomendable que las muestras de sucesivas encuestas sean idénticas, o al menos similares, para lograr una evolución histórica del comportamiento del electorado).

Se deben considerar al menos tres variables fundamentales (aunque hay más): margen de error (intervalo en el que se espera encontrar el dato que se quiere medir), nivel de confianza (certeza de que realmente el dato que buscamos está dentro del margen de error) y tamaño de la muestra (depende de los anteriores). Sin entrar en complejidades, una muestra más grande con un nivel de confianza aceptable (95 a 99%) da un error menor, y viceversa. Es fundamental recordar que una encuesta es una fotografía de un momento determinado, no más.

Para ejemplificar: en la encuesta de Mercados y Muestras publicada días atrás por Página Siete, la muestra fue de 800 encuestados, con un nivel de confianza del 95% y error calculado de 3,47%, aplicada en las nueve capitales (más El Alto) y en 31 ciudades “intermedias” —utilizaré el criterio poblacional (INE) y no el desarrollista (CEPAD)— de las 51 que dio el Censo 2012. En ella, el expresidente Carlos Mesa Gisbert obtuvo el 32% de la intención de voto, y el hoy presidente Morales Ayma, 31%. En tercer lugar figuran los indecisos (21%) y el cuarto, para Óscar Ortiz Antelo, con un 8%. Los cinco candidatos restantes obtienen números residuales: el 8% entre todos. Redondeado el error aceptado, Mesa obtuvo entre el 35,5% y 28,5% de las adhesiones; Morales, entre el 34,5 y 27,5%; y Ortiz, entre el 11,5 y el 4,5%. No obstante, importan mucho los indecisos: de 24,5 a 17,5%, un desequilibrio para cualquier pronóstico.

¿Es extrapolable a cada uno de los 41 sitios? No, si queremos mantener el error: si en La Paz se aplicaron 50 encuestas, el error sería de ¡13,86%! Recuerdo el gafe de un medio nacional que en 2002, desglosando una encuesta, publicó “uno de cada tres universitarios votarían por (el candidato) Blattmann”; en el medio no entendieron que la muestra no eran los casi 300.000 estudiantes censados, sino… solo tres. ¡Bienvenida la encuestitis! 

* Analista y consultor político.