Icono del sitio La Razón

Postextractivismo

En una columna anterior (La Razón 02/12/2011) toqué el tema del postextractivismo desde el punto de vista de la dependencia centenaria hacia los minerales para el desarrollo de las sociedades, y sobre la posición maniquea de ciertos grupos que pretenden eliminar el extractivismo como factor de desarrollo pese a que, en el nuevo milenio, somos testigos de un frenético combate por dominar las cadenas del suministro de los ahora llamados minerales tecnológicos, como el litio, cobalto, níquel, tierras raras, etc., sin los cuales la actual revolución tecnológica y la transición al uso de energías alternativas no contaminantes no serían posibles. Me referiré hoy al lado humano y social del fenómeno que sigue al cierre de una mina después de un largo o mediano tiempo de explotación y de bonanza económica; así como también a los grupos humanos empleados en las faenas o aquellos ligados a las actividades periféricas y secundarias.

El tener que cambiar de horizonte de la noche a la mañana resulta traumático no solo para la economía, sino también para las familias, los adultos y los niños que atraviesan esta experiencia. Algunas empresas planifican desde el comienzo de las operaciones de explotación las faenas de cierre, el cual llega inexorablemente al término de la vida útil de una mina. ¿Qué pasa después?

Cuando se visita una antigua mina colonial, los viejos yacimientos de la Corporación Minera de Bolivia (Comibol) o un centro minero fantasma como el de San Antonio de Lípez, se puede percibir cómo fueron las faenas en la Colonia y cómo vivían los antiguos mineros. En Santa Fe, Japo y Morococala, minas operadas actualmente por cooperativistas que se niegan aceptar que el estaño en aquellos yacimientos ya es historia; o en el Cerro Rico de Potosí o en San José de Oruro, donde se respira el aire gélido de las montañas y se siente el azote de las ráfagas de viento de las alturas, se tiene la sensación mágica de lo que fue el duro trajinar de los mitayos, de los Barones del Estaño, de los viejos mineros de la otrora floreciente Comibol, de su decadencia, de los tenaces cooperativistas que todavía arañan los restos de legendarias vetas de plata y estaño. Este escenario también permite comprender el duro destino de las ciudades mineras, algunas populosas y que todavía viven de lo mejor que saben hacer, la minería, actividad que genera el comercio legal y también ilegal que nutre la economía de estas regiones.

En el valle de Aroifilla o en los balnearios de Tarapaya y Miraflores, en las cercanías de la ciudad de Potosí, es posible percibir lo que no se debió hacer, así como los resabios que deja una incontrolada extracción minera que solo busca el rédito económico a cualquier costo. Se puede seguir mencionando este tipo de cosas, algunas bien ejecutadas, como en las minas de oro ya cerradas de Kory Khollo y Kory Chaca o en San Cristóbal, San Bartolomé o San Vicente; minas aún en actividad y representativas del uso de nueva tecnología y de medidas de seguridad importantes; ejemplos que contrastan con lo que se puede observar en minas y campamentos de las cooperativas auríferas del norte de La Paz, donde pareciera que el tiempo se detuvo en el siglo XIX.

¿Qué pasa con la gente cuando una mina se cierra o está por concluir su vida útil? ¿Por qué es tan difícil para los mineros y sus familias dejar los campamentos? ¿En las minas que incorporen lo que llaman responsabilidad social empresarial (RSE) la gente tendrá un futuro sustentable después del cierre de actividades? ¿Se planifican estas cosas o la RSE termina con el cierre de las minas? Estas interrogantes me llevan a afirmar que la importancia de la actividad minera se debe medir en el periodo postextractivismo. Continuará.

* Ingeniero geólogo, exministro de Minería y Metalurgia.