Jueves Santo
‘Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca...’ (Juan 3:16).
Desde hoy hasta el domingo el mundo celebra una serie de acontecimientos que fundamentan la religión cristiana: la institución de la eucaristía en la Última Cena, que precede a la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Se trata de una conmemoración que genera dudas prácticas, por ejemplo por qué cada año la fecha es distinta; y también teológicas, como el sentido y la trascendencia de estos hechos.
Respecto a la primera interrogante, los expertos aclaran que en sus albores la Iglesia Católica decidió que el Domingo de Resurrección coincida siempre con la Pascua judía, tal como ocurrió la primera vez. Y esta última fecha se determina según el calendario lunar, no el solar, que rige las fechas en el mundo occidental. Bajo esta premisa, la Pascua de Resurrección se festeja el domingo siguiente a la primera luna llena que sigue al equinoccio de la primavera boreal. Fenómeno que no siempre cae en la misma fecha, de allí que el Domingo de Resurrección puede celebrarse entre el 22 de marzo y el 25 de abril.
Respecto a la importancia de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, la Biblia nos explica que “tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Es decir que Jesús decidió sufrir y morir por los pecados de la humanidad, tal como lo había anunciado, 800 años antes de la era cristiana, el profeta Isaías, entre muchos otros: “¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas hemos sido curados” (Is. 53:45).
Ahora bien, tres días después de la muerte de Jesús ocurrió otro acontecimiento aún más extraordinario: su resurrección. Y es que como bien explica el apóstol Pablo en la carta que les escribe a los corintios, “si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra fe”. En efecto, en aquel extraordinario acontecimiento se sustenta la fe de los cristianos, en creer que Dios se hizo hombre hace más de 2.000 años con el fin de entregar su vida por amor al mundo, pagando con su sangre, llagas y humillaciones las culpas de las personas; y que al tercer día resucitó de los muertos, venciendo de esta manera a la muerte: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”.
En resumidas cuentas, según esta doctrina, el sacrificio de Jesús y su posterior resurrección permiten a los hombres no solo tener una relación directa con su creador, sino además abre la posibilidad para todo aquel que crea en Él de sobrevivir a la muerte y vivir eternamente. En palabras del apóstol Pablo, “porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10:9).